jueves, 28 de junio de 2012

La vida (wargame)



La mayoría de la gente juega sus fichas en el tablero-ciudad que les toca por nacimiento; pocos son quienes buscan otros tableros en los que probar nuevas o viejas estrategias, retornar las fichas a la casilla de inicio con la -vana- ilusión de empezar una partida desde cero (como si fuera tan fácil borrar las cicatrices, el peso de las decepciones padecidas). Yo sólo me he guiado por una certeza a lo largo de tantos años de partida más o menos infructuosa: no quería jugar en el tablero que me había tocado en (mala) suerte (pero tampoco conseguí, no durante el tiempo suficiente, trasplantar mis fichas a otro tablero más propicio), por lo que me vi obligado a inventar reglas nuevas, hacer trampas, oscurecer el tablero o, finalmente, abandonar la partida...

Sólo el amor me vuelve jugador de nuevo, sólo al enamorarme obtengo el arrojo necesario para volver a apostar mis fichas (y realmente es una apuesta, todo al rojo o todo al negro) en tan hostil tablero de juego, obligándome a encarnarme sobre él, a convertirme, en cierto modo, de jugador remiso a cualquier movimiento a ficha dispuesta, una vez más, a ser devorada...


martes, 26 de junio de 2012

Escepticismo


La ilusión colectiva, el esfuerzo común, la teoría de las gotas de agua que hacen lluvia; el periodo de gracia que se nos concede para jugar con todas las posibilidades del ser antes de, uno tras otro, agachar la cabeza y dedicarnos a la ingrata tarea de ser -de ser sólo- nosotros mismos... Ciudades-ficción, más susceptibles de propiciar esas bellas hipnosis colectivas que recorren nuestros años de formación (de ávido manoseo de identidades que vestirse); ciudades que dan cobijo a todo tipo de ficciones versus ciudades que sólo cuentan la misma, única, triste historia una y otra vez...

Ciudades que tras una rápida, inadvertida cuenta atrás de bomba de relojería, cierran su cúpula, clausurando todos los caminos -ilusorios o no- que un día parecieron conducir fuera de ellas; transformando a sus habitantes, antes seres de papel, tinta y sueños, en personas de carne y hueso...

El último hombre realista.
Ser experto en ficciones se cobra el paradójico precio de no creer, ya, en ninguna; de abocar a una vida solitaria en el grado cero de la ficción, perezoso o renuente a dejarse arrastrar de nuevo hacia una ficción u otra, desconfiando de todas ellas, preguntándose dónde lo han llevado a parar al cabo de tantos años, al cabo de tantas palabras bellas y mentirosas...

domingo, 24 de junio de 2012

El viajero ballardiano (Viajar, 22)

Sorprenderse, en la morosidad de las tardes interminables en la ciudad extranjera, extrañando el ajetreo de los aeropuertos; como si la competencia como viajero se definiera mejor en el trámite burocrático de los traslados -esa prueba de habilidad y resistencia que consiste en alternar transportes de todo tipo con esperas extenuantes- que en el propio cuerpo del viaje, tantas horas en suelo ajeno que la imaginación y el hastío y la nostalgia y la indiferencia pugnarán por llenar -o vaciar- de contenido...

Viajero ballardiano, aquel que sabe que el viaje es ante todo desplazamiento, y el resto, apenas, un trámite engorroso entre la ida y la vuelta...

El viajero indolente (Viajar, 21)


Viajar para desaparecer. El viaje como un fragmento de nada, apenas obstaculizada por la laxa obligación de elegir -en el vagabundeo goloso hacia ninguna parte que es la única brújula del caminar- entre seguir calle adelante o girar en la siguiente esquina; ingresar, a la hora puntual de las comidas, a este o aquel restaurante de nacionalidad más o menos exótica; pedir una u otra especialidad de café, en las largas tardes de la ciudad visitada, para acompañar la lenta escritura junto a la ventana... Qué maravilla no ser, no pronunciarse más que en esas decisiones nimias que pese a todo, a menudo, suponen un esfuerzo excesivo, casi inasumible para una voluntad desfalleciente, acostumbrada a fluir sin resistencia por una vida sobre raíles, en plena y gozosa dejación de funciones...

viernes, 15 de junio de 2012

El viajero invisible (Viajar, 20)



Viajar es una cuestión de invisibilidad. A los pocos días del viaje, el viajero desaparece; o acaso sea al revés, y sólo avanzado el viaje comparece el viajero, y es la persona (todo aquello en el viajero que no es función del viaje) lo que se vuelve invisible, irrelevante, guardándose en un rincón del equipaje hasta que, a la vuelta, sea útil (¿sea útil?) de nuevo...

(Curioso pensar en desempacar maletas, ya en casa, para encontrar casi con sorpresa viejas inseguridades, eternas insatisfacciones arrinconadas entre la ropa y los calcetines sucios, que, tras un preceptivo paso por la lavadora, uno podrá volver a vestirse -ropa e inseguridades- en el reluctante día a día que sucederá al viaje...)

Los primeros días en tierra ajena uno se sentirá anomalía campante, mancha oscura en una ciudad deslumbrante de albores, cabelleras rubias y ojos claros que lo interpelan a uno en un idioma ininteligible, casi alienígena... Entonces, la visibilidad de la que se huye (aquella que a uno le pesa en su lugar de origen, y que es causa profunda de todo viaje) se hará más evidente, y uno se cuestionará muy a su pesar su legitimidad como viajero, su razón de ser en el entramado de calles de nombres impronunciables a las que no le ata ningún recuerdo, mientras desfila entre majestuosos edificios señoriales sobre cuyas fachadas no puede proyectar, ya, la sombra de ningún conflicto conocido, el desgarro de un amor desafortunado...

Sólo el paso de los días, y esa manera insidiosa que tienen las ciudades de metérsete dentro, resolverá las cosas. Caminar una ciudad hasta la extenuación es una manera de ganarse su aquiescencia, de lograr un respeto mutuo de animales cansados, apaciguados tras la pugna... Escribir en una ciudad -escribir una ciudad-, parapetado del viento omnipresente tras los ventanales de un café (uno de tantos, ciudad de cafés por excelencia) es dejar que la ciudad escriba unas líneas en ti, te marque con palabras trazadas en la más indeleble de las tintas... Y así se obrará el milagro, y uno desaparecerá, aun para sí mismo, siendo felizmente sustituido por ese envoltorio vacío reflectante de lo ajeno, apenas vestidura y cansancio, que es el viajero y su sabiduría.

Demasiado tarde, en cualquier caso, pues poco después habrá que emprender la vuelta, y, pese a que durante unos días el truco de la invisibilidad seguirá funcionando -y uno sentirá estar y no estar, habitar un limbo benévolo desde el que mirar casi con curiosidad las calles de siempre- pronto la masa pegajosa de lo familiar se le adherirá a la piel arruinándole el camuflaje, volviéndolo, de nuevo, visible a los ojos de todos... Volviéndolo, de nuevo, uno mismo.

Viajar para aprender una vez más a dudar. Viajar para provocarse un desarraigo de juguete. Viajar para traerse de vuelta un conflicto con el que enrarecer la imperturbabilidad de los días demasiado tranquilos, sabidos de memoria...

Y ahora, y sobre todo, viajar para volverse (para volver) invisible.