En el futuro, cae la tarde sobre una avenida de la ciudad, casi desierta a esas horas; sólo se puede ver a una joven en bicicleta que pedalea calle arriba, siempre de espaldas al espectador, alejándose de él a cámara lenta. Lleva un suéter blanco a rayas horizontales azules, una falda larga blanca plisada y una boina de estilo francés; un atuendo poco habitual en estas latitudes, que, junto a cierto aire de irrealidad que la viste indefiniblemente -la languidez en el porte, la lentitud en el paso- delata lo anómalo de su procedencia, su carácter de rareza bajo este sol demasiado rotundo, demasiado indudable. Quizá haya salido de alguna película, o de alguna revista hojeada con descuido de la que, poco después, sólo ella -la página arrancada de bordes irregulares, atesorada en una carpeta escolar- permanecerá en la memoria. Quizá sea sólo un sueño o una invención, la materialización imprecisa de un deseo que empieza a desperezarse en el interior de unas entrañas, a elegir las formas femeninas que puedan albergarlo.
La joven sigue pedaleando -en el recuerdo, o el sueño, o el deseo, en cualquier caso en el futuro-, pedalea y pedalea en la tarde que no termina de caer, y parece que, por mucho que avance, no se acerca visiblemente al punto de fuga hacia el que se precipita la avenida, con los árboles marcando dos filas paralelas que tampoco llegan nunca a tocarse, ni aun en el lejano horizonte. La escena podría prolongarse así indefinidamente, arrullada en su propia morosidad, si no fuera porque la expectativa necesita un desenlace. A mitad de la calle, la joven detiene al fin su paso, se apea de la bicicleta en un movimiento lleno de gracia, y deja el vehículo apoyado contra un árbol sin mayor precaución (intuyendo, quizá, un veto a los ladrones en ese fragmento acolchado del futuro). Sucede entonces un lapso de aparente indecisión, en que la joven se limita a permanecer quieta, con la cabeza gacha, como si tratara de recordar la siguiente frase del guión de un sueño; en ese momento es posible distinguir al fin su rostro, agraciado pero impersonal, desvaído más allá de unos pocos rasgos genéricos, trazos apenas de una belleza vaga, difuminada por la distancia, que podría reflejar tantas y tan distintas bellezas por venir. Igualmente vaga ha sido su implicación hasta el momento en la escena, su indiferencia hacia el ojo de la mente que la sigue, como si su presencia fuera sólo testimonial, en representación quizá de todas las mujeres que habrán de albergar algún día la carga arrasadora de un deseo nunca satisfecho. Por eso, cuando un resorte interno la vuelve a poner en movimiento, resulta sorprendente verla girarse con tanta deliberación hacia el punto desde el que está siendo observada, mirar y reconocer inequívocamente a quien -o quienes- se ocultan detrás, y transmitir a través de los abismos del tiempo, tanto al pasado como al futuro, un mensaje sin palabras destinado a impactar profundamente en un corazón aún tierno:
Te esperamos.