Olvidar a una mujer sin poner ciudades de por medio; un efecto de la edad que ata firme a una geografía indeseada, a una identidad grabada en unos huesos que se van haciendo viejos, que no sueñan ya con reposar el día postrero en la tierra de una ciudad ajena donde debía transcurrir la vida correcta que, ay, no se vivirá ya. Convocar un concilio de ciudades de papel, entonces, y ver cómo una tras otra se desvanecen al menor soplo de aire en contra, a la más pequeña mordedura del anhelo de la carne, al primer recuerdo envenenado de lo que nunca sucedió. Envidiar la ligereza de ánimo, la audacia de forastero vocacional con que se encaraban las calles desconocidas de otras ciudades hace sólo -¿sólo?- diez años, extraviando y reencontrando a cada momento el rostro de la mujer a la que se pretendía olvidar con el viaje (y a la que sólo el tiempo y otras mujeres permitieron al fin, años después, borrar del recuerdo). Olvidar a una mujer amada con cuarenta años, sin una triste huida en los bolsillos ni una historia que contarse en la que vestir la piel del héroe trágico: lenta labor de demolición que despoja de belleza al mundo...
Me gustan tus dos últimas entradas.
ResponderEliminarAl menos, nos quedará esto: contar cómo nos sentimos con un poco de arte para que otras personas similares a nosotros alivien su tristeza.
Seguimos leyéndonos en los blogs, como siempre...