martes, 3 de febrero de 2015

Recuerdos del mañana (evocación de infancia)


En el futuro, cae la tarde sobre una avenida de la ciudad, casi desierta a esas horas; sólo se puede ver a una joven en bicicleta que pedalea calle arriba, siempre de espaldas al espectador, alejándose de él a cámara lenta. Lleva un suéter blanco a rayas horizontales azules, una falda larga blanca plisada y una boina de estilo francés; un atuendo poco habitual en estas latitudes, que, junto a cierto aire de irrealidad que la viste indefiniblemente -la languidez en el porte, la lentitud en el paso- delata lo anómalo de su procedencia, su carácter de rareza bajo este sol demasiado rotundo, demasiado indudable. Quizá haya salido de alguna película, o de alguna revista hojeada con descuido de la que, poco después, sólo ella -la página arrancada de bordes irregulares, atesorada en una carpeta escolar- permanecerá en la memoria. Quizá sea sólo un sueño o una invención, la materialización imprecisa de un deseo que empieza a desperezarse en el interior de unas entrañas, a elegir las formas femeninas que puedan albergarlo.


Para el niño que recuerda esta escena, o la sueña, o proyecta su naciente deseo sobre ella, la avenida bañada por el sol es casi tan ajena como para la joven en bicicleta; si bien él está seguro de ser completamente real, y de haber habitado esa ciudad durante toda su corta existencia, la calle en cuestión -no demasiado lejana a su casa, por otra parte- cae al otro lado de la autopista que divide su mundo en dos mitades: el racimo de calles familiares del barrio, donde la vida se desarrolla de forma perfectamente autosuficiente, y todo aquello que hay más allá de la frontera de asfalto, que sólo se cruza muy de vez en cuando -siempre en coche, siempre con sus padres- para adquirir aquellos pocos bienes que el barrio no puede suministrar. Es allí, al otro lado de la carretera, donde el futuro teje paciente su trampa de araña, seguro de que la edad y la audacia llevarán pronto al niño a ampliar el radio de sus paseos, en busca de tantas cosas para las que aún no tiene nombre. Para cuando eso suceda, el mañana tiende sus calles al sol, las engalana, las puebla de hermosas muchachas de belleza fresca y prometedora; también, les aplica un tenue barniz de cosmopolitismo -aunque el niño aún no sepa lo que significa esa palabra- que anuncia ya una ley inmutable: el futuro, siempre, sucede en otra parte.


La joven sigue pedaleando -en el recuerdo, o el sueño, o el deseo, en cualquier caso en el futuro-, pedalea y  pedalea en la tarde que no termina de caer, y parece que, por mucho que avance, no se acerca visiblemente al punto de fuga hacia el que se precipita la avenida, con los árboles marcando dos filas paralelas que tampoco llegan nunca a tocarse, ni aun en el lejano horizonte. La escena podría prolongarse así indefinidamente, arrullada en su propia morosidad, si no fuera porque la expectativa necesita un desenlace. A mitad de la calle, la joven detiene al fin su paso, se apea de la bicicleta en un movimiento lleno de gracia, y deja el vehículo apoyado contra un árbol sin mayor precaución (intuyendo, quizá, un veto a los ladrones en ese fragmento acolchado del futuro). Sucede entonces un lapso de aparente indecisión, en que la joven se limita a permanecer quieta, con la cabeza gacha, como si tratara de recordar la siguiente frase del guión de un sueño; en ese momento es posible distinguir al fin su rostro, agraciado pero impersonal, desvaído más allá de unos pocos rasgos genéricos, trazos apenas de una belleza vaga, difuminada por la distancia, que podría reflejar tantas y tan distintas bellezas por venir. Igualmente vaga ha sido su implicación hasta el momento en la escena, su indiferencia hacia el ojo de la mente que la sigue, como si su presencia fuera sólo testimonial, en representación quizá de todas las mujeres que habrán de albergar algún día la carga arrasadora de un deseo nunca satisfecho. Por eso, cuando un resorte interno la vuelve a poner en movimiento, resulta sorprendente verla girarse con tanta deliberación hacia el punto desde el que está siendo observada, mirar y reconocer inequívocamente a quien -o quienes- se ocultan detrás, y transmitir a través de los abismos del tiempo, tanto al pasado como al futuro, un mensaje sin palabras destinado a impactar profundamente en un corazón aún tierno:

Te esperamos.