domingo, 22 de enero de 2012

País de nadie


Imaginen un país del que todos sus habitantes fueran extranjeros; un país sin nacionales, sin nativos ni lugareños, habitado únicamente por personas venidas de otras partes lejanas, múltiples, diversas, irrelevantes... ¿Un país erigido en monumento a la multiculturalidad? Nada de eso, pues todo atisbo de identidad cultural, al llegar, desaparecería como si nunca hubiera existido, quedando requisado en aduana por los agentes más meticulosos e implacables que se pudiera imaginar: auténticos amputadores de pasado, que gustosamente eliminarían del equipaje de la memoria todo atisbo de recuerdos personales que pudieran entorpecer la necesaria -imposible- adaptación del viajero -quien desconocería haber emprendido un viaje sólo de ida- en su nuevo y definitivo destino...

¿Qué quedaría de uno al salir del aeropuerto, la estación de ferrocarril, el puerto marítimo, y asomarse a las calles que pronto serían -que nunca serían- suyas? Sólo futuro; un futuro indistinto, nebuloso, de habitante anónimo entre la anónima multitud, incapaz de reconocerse en nada ni nadie (o reconociéndose fatalmente en el vacío vidrioso de todas las miradas a su alrededor), de vincularse a nada de cuanto desfilara ante sus ojos, de hacer otra cosa que caminar un suelo que siempre le parecería frío y hostil, del que nunca brotarían amorosos zarcillos para atarlo y decirle quién es, qué debe pensar o sentir, qué puede aspirar a conseguir... Caminando entre imágenes de la felicidad de otros (¡pero esos otros no habrían existido nunca!), edificios erigidos para albergarlos (pero que ahora sólo lo albergarían a uno, y a la multitud igualmente confusa de la que sólo con dificultad se desgajaría), árboles plantados para hacerles el aire más respirable (de cuyos beneficios uno sólo disfrutaría culposamente, usurpador de la arcilla moldeada por un dios distante e indiferente para albergar a unos indefinidos otros...)

Mi país...


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