(Un breve relato, rescatado de los viejos-buenos tiempos en que la palabra fluía libre y ser escritor parecía, aún, al alcance de la mano...)
La ventana helada de invierno, ¡te sientes hechizado! En la alta madrugada, mientras todos duermen, te descubres despierto y aterido, con la nariz pegada en el cristal, viendo cómo el cerco de vaho de tu aliento sobre la superficie transparente se hace grande y chiquito, grande y chiquito… ¿Cómo llegaste hasta aquí? ¿Qué te sacó de la cama, llamándote en silencio, nombrándote sin palabras, guiándote por el oscuro pasillo –triste niño de Hamelin- hasta abandonarte en el salón de tu casa, frente a la ventana cerrada? ¿Fue entonces que despertaste, con el frío que se cuela por cada rendija transformándote los huesos en frágil hielo, que podría resquebrajarse al más mínimo movimiento? (¡No te muevas!) ¿O no has despertado de verdad, acaso nunca lo hagas, y te busquen inútilmente en la cama, sacudiendo y agitando un cuerpo inanimado que ya no es el tuyo, sin saber qué tú sigues aquí, agazapado y aterido frente a la ventana?...
Pero ahora algo llama tu atención, y al cabo ves aquello que la ventana quiere que veas, y a través del vaho que sin darte cuenta, en un juego infantil, has ido extendiendo por el cristal, lanza sus destellos un enjambre de luces como faros en la niebla -¿eres tú un barco, un navío a la deriva, que ellas tratan de guiar entre los arrecifes de la noche?-, aguantas la respiración para verlas, y de entre los jirones de niebla que se descosen emergen radiantes, y no son luces ni faros sino ventanas, ventanas iluminadas en el rostro pétreo y amenazador de los edificios, y si escuchas con atención una voz inaudible -una voz como de sombras murmurando- emana de ellas, de todas ellas murmurantes sombras que hablan y susurran y cantan, y lo hacen sólo para ti, y las oyes con el oído oculto dentro de tu cabeza -las palabras no pronunciadas son como un bálsamo-, y ahora ya sabes qué te trajo hasta aquí, qué oscuro sentimiento te arrancó del descanso hundiéndote su gélida garra en el pecho, levantándote de la cama como a un títere sin voluntad, obligándote a apostarte en esta atalaya en busca del mantra tranquilizador, la fórmula mágica de tu serenidad en la madrugada, la nana que te adormecerá plácidamente hasta que te encuentren con el nuevo día, como tantas otras veces, acurrucado junto a la ventana…
“No estás solo”…
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