viernes, 23 de diciembre de 2011

Inmortalidad (Contra el Tiempo, 3)


Curioso recordar, ojeando libros en cualquier centro comercial (único, paradójico recinto que va quedando para estas cosas) aquella dulce época en la que sentíamos, contra toda evidencia, que leeríamos "todos los libros del mundo"; algo parecido a la firme certeza, tanto tiempo sostenida, de que nunca moriríamos, por mucho que supiéramos que algún día todos tendremos que hacerlo. Comenzar un empeño, un camino en la vida, suele producir tales embriagueces, aunque se trate a todas luces de un empeño enciclopédico, monumental; el tiempo y nuestras propias, desvanecientes fuerzas (y también, por qué no, el propio desprestigio de la mayoría de los empeños cuando se mezclan con la vida, cuando se tornan hábito) se encargará de poner las cosas en su sitio y recordarnos, de pasada, que no somos inmortales, que tenemos las horas contadas. La única inmortalidad que nos es dado conocer es la de la juventud, la única gracia la de los comienzos; el resto de la vida nos la pasamos inventando inmortalidades postizas, un amor, una novela o su eterno proyecto, instancias en las que verter nuestro desesperado anhelo de absolutos, nuestra desfalleciente sensación de permanencia...

domingo, 18 de diciembre de 2011

Oporto (Viajar, 19)


Retomo Oporto donde la dejé: en la melancolía de una noche en un café con piano, que bien podría ser aquella otra, agosto de 2009, en este mismo café, conmigo renuente a partir tras ocupar las últimas, dulces horas en sembrar la ciudad de palabras, acunado en una saudade que brotaba a zarcillos de la tierra bajo mis pies para atarme y decirme "has encontrado tu lugar: ahora nos perteneces"...

Al día siguiente caigo en la cuenta: me estoy siguiendo los pasos a mí mismo (a aquel otro yo de hace dos años), visitando los mismos lugares, comiendo en los mismos restaurantes, aun haciendo las mismas fotos... Y me pregunto si tan poco he cambiado desde entonces, o si quizá, al repetir los gestos de antaño, no estaré intentando invocar a alguna suerte de deidad del Tiempo y dar marcha atrás al reloj (en ese caso, pienso enseguida, es demasiado tarde: en aquel entonces, y por apenas escasos días de diferencia, ya la amaba...)



El último día intento no sucumbir a la tentación de escribir; una batalla perdida, en este viaje tan desesperadamente grafómano. Pienso entonces (y no me gusta pensarlo) que lo que más me importa en el mundo es la escritura, y que, aunque ésta pueda contener y reflejar al mundo, no es el mundo, no lo sustituye, por mucha tinta que gastemos en el empeño. Pienso también en algo que me falta respecto a otros viajes: la sensación de lejanía, de distancia, que tantas veces me ha hecho añorar terriblemente a mis allegados y enviarles tremebundos mensajes llenos de anhelo... Me siento en cambio "cerca", "no-fuera"; quizá sea que la escritura (esta voz en off que me narra y narra el mundo para mí) es mi centro, y, mientras no lo abandone, mientras camine de su mano, no pierdo nunca el norte...

(Pero, si necesito esa narración interior -caigo enseguida en la cuenta- es precisamente porque me falta la narración externa que leer en los ojos de la otra persona, esa que decidiera acompañarme en la vida contándome desde fuera... Y me pregunto -una pregunta más, en este viaje lleno de interrogantes- cómo sería esa narración a dos voces, si ambas discreparían más de lo que coincidieran, si el tema fundamental sería yo, ella, o ese constructo impensable a día de hoy que podríamos llamar "nosotros"...)

Después, esa noche, de nuevo despidiéndome de la ciudad, caigo en la tentación de asomarme al abismo doble de esas dos pupilas verdes que me quitan el aire, esa sonrisa pintada de rojo que me sonríe desde la pantalla de un teléfono móvil, convenientemente ampliada (y desgajada de mi abrazo, apenas un esbozo de mí en segundo plano) para caber en la pantalla apaisada e iluminarla con la perfección de sus rasgos, la magnificencia de su belleza absoluta... La invoco, más personaje que persona, como a una imagen pagana del amor, sabedor de que los iconos nunca reflejan más que pálidamente a la diosa terrible que representan; encender la pantalla, entre sorbos de café y palabras en el cuaderno, es azuzarme con ortigas, y sin embargo qué dulce castigo, si vuelvo a sentir el verdor de esa mirada sobre mí, el rojo de esos labios sonriendo al calor de mi abrazo...

(Y sé que este sueño ha de acabar, mañana mismo; que tendré que devolverle a ella la imagen que le he tomado prestada para albergar mi ensoñación amorosa y no venir solo a este viaje... ¿Podré hacer, a la vuelta, un uso responsable de mis fantasías? ¿Distinguiré o querré distinguir -o me importará algún día la diferencia- entre realidad y ficción?... )





viernes, 16 de diciembre de 2011

Omnipotencia


Habitar mi ciudad como si fuera un extranjero; la gloriosa, liberadora sensación de la vida sin más vínculos que los que uno elija, en el dulce vagabundeo de la mirada al paso. Caminar la calle Menacho de Badajoz como si fuera Rua Santa Catarina de Oporto, tan ajeno, tan otro, victorioso por sobre los fantasmas que me acometen usualmente por estos pagos; ojalá pudiera mantener siempre el paso así de firme, hurtándome al peso de las miradas ajenas (pero entonces el primer encuentro fortuito con algún conocido desarma mi imperturbabilidad y me inserta de nuevo en el tejido de esta ciudad, de esta vida, enredándome en los hilos de araña de mi yo de siempre...)

martes, 13 de diciembre de 2011

Renuencia (En un café, 10 / Viajar, 18)


Al regreso del viaje, el cuerpo echa de menos sordamente, sobre todo, el movimiento; se dedican lánguidas miradas llenas de anhelo al mundo detrás de las ventanas, y, a la menor excusa, se baja a la calle saltando los escalones de dos en dos, con una efervescencia en el ánimo que no hace sino crecer al salir del portal... La calle es el espacio de la posibilidad (siquiera de la posibilidad en la mirada), y el movimiento, la base de la escritura (aunque suene paradójico en una actividad tan sedentaria); al irrumpir, casi asaltar el primer café al paso, la escritura brotará a borbotones, cantarina, en letra nerviosa, enorme y redonda, tan distinta a la caligrafía apretada y tensa desgranada desganadamente entre las cuatro paredes del encierro cotidiano...

Y sé que aún no me he dado cuenta de que "ya he vuelto"; los conflictos aún parecen lejanos, mis gestos con la camarera remedan aún los de mi yo viajero, esa envoltura de cordialidad y (así lo espero) savoir faire que, a veces, temo que no envuelva gran cosa más que un voluntario vacío de mí mismo, un necesario respiro de la condición de existir y ser yo...

Seguir escribiendo en un cuaderno de viaje, cuando el viaje ya ha acabado; un intento de mantener la dulce, acolchada lejanía de las cosas, de prolongar el estado de excepción en el que nada, aún, alcanza a doler... Hay renuencia a volver al más común, vulgar cuaderno de todos los días, donde con paciencia y resignación de escriba se van consignando los hechos de una vida difícil, capítulo tras capítulo de los mismos, pueriles dramas que acumulan más y más escritura sin hallar nunca solución... Hay cuadernos para habitar y cuadernos para fugarse; y pienso en la posibilidad de secretamente, a espaldas de mi yo cotidiano -al que supongo en breve enredado en las mismas, inútiles pasiones de siempre- mantener la invisible escritura del viaje en marcha, una locomotora que nunca debe parar de llevarme a destinos más felices -al menos, más leves-, siquiera en el recuerdo o el deseo...

(Pero, ay, aún no la he visto; cuánto de esta feliz imperturbabilidad resistirá tras colocarme de nuevo, en pocos días, bajo la fuerza de la mirada de esos verdes ojos de Medusa...)

lunes, 12 de diciembre de 2011

Laberinto (Viajar, 17)


Todo viaje es un viaje es un viaje al centro de mí mismo; ese destino viejo y gastado, cicatrizado de senderos polvorientos y en el que cada vez escasean más los oasis, pero en cuyos laberintos (en cuyo trazado sinuoso, lleno de rincones insospechados) aún puedo gozosamente perderme de cuando en cuando...

domingo, 11 de diciembre de 2011

El tamaño de mi (des)esperanza

Curioso pensar: me conformaría con sentirme estafado por la vida en la medida que intuyo en los demás (lo que significa que, de alguna forma, siento que mi propia estafa es superior, o más profunda, o más escandalosa; pero, también, que probablemente no haya aprendido aún a calibrar -y éste es un ajuste de la mirada, que requiere ser educada en tales sutilezas- el grado de decepción de "los demás" -si es que ese "los demás" no es, a estas alturas, algo más que un puro mito...)

viernes, 9 de diciembre de 2011

Delirio nocturno (Viajar/Deseo, 16)

(Ustedes perdonen -y entiendan...)

Durante la cena en el lujoso restaurante, (ella) le prometería locuras a la vuelta al hotel, con un erotismo algo grosero bañado en vino de Oporto... Él le seguiría la corriente, sonriendo y enarcando alguna ceja, fingiendo apenas escándalo; toda su atención verdadera puesta en el brillo genuino de los ojos de ella, que le hablaría sin palabras -por debajo de las obscenidades y el lenguaje procaz- de la insólita felicidad de la niña olvidada, casi enterrada en el cuerpo de la mujer. Luego, ya en la habitación, y tras amar con dedicación el cuerpo (un cuerpo menudo, en efecto casi el de una niña), él podría al fin abrazarla, quizá consolarla hasta la llegada del amanecer...

Deshaciendo las maletas (Viajar, 15)


(Cosas que uno encuentra al deshacer el equipaje, con la mirada aún embriagada de kilómetros y el alma regazada, remoloneando a mitad de camino entre allí y aquí...)

Sólo con renuencia se despoja uno de los ropajes del viajero, dejando diluirse suavemente la ensoñación del camino -la ilusión de una vida, siquiera a capítulos, plena de sentido- para volver al magma informe de los días sin historia (y ésta es, quizá, la mayor pérdida al regresar ¿a casa?). El viaje desencadena la escritura, la hace inevitable; quizá sea, en mi caso impenitente de viajero solitario, para no viajar solo, para compensar la falta de una segunda persona que sea algo más que un tiempo verbal (y, aferrado egoístamente a mi escritura, pienso qué crónicas irrepetibles se perderían si me dejara acunar por la narración ajena, leyéndome embebido, feliz en los ojos verdes de ella...)

A la vuelta, durante unas horas, unos días lo más, se seguirá disfrutando de la inmunidad diplomática asociada al viaje, con los conflictos del día a día puestos a la necesaria distancia; con ella, también, aligerada de su realidad excesiva e ingestionable, traducida al lenguaje del deseo, convertida en envoltura apenas, más personaje que persona, sobre la que volcar las más arrebatadas fantasías amorosas (y tener que devolverle su imagen -como se devuelve un libro a la biblioteca- es sentido como una auténtica separación, la obligación penosa de hacer en adelante un uso responsable de la fantasía, de volver a distinguir -¡como si alguna vez se hubiera logrado!- ficción y realidad...)

Curioso pensar que se pueda ser buen viajero pero no saber vivir; como si el viaje fuera algo aparte de la vida, mejor que la vida, al menos para el yo evanescente al que la vida siempre, inevitablemente, le quedó algo grande...


Se busca (Viajar, 14)

Mirando a la bella joven dubitativa que, en esta misma plaza, calca mis gestos de hace unos minutos, plantándose indecisa de un escaparate de cafetería a otro, incapaz de decantarse por una u otra versión de las delicias locales en materia de repostería; me pregunto -inevitable, perdonable debilidad del viajero romántico- si viajará sola, y enseguida, más allá, si existirá y cómo sería un equivalente femenino a éste mi yo errante por el mundo (y, si es así, dónde, en qué ciudad remota llegaremos al fin a encontrarnos...)

Los héroes de la frontera

(Making of: en un pequeño restaurante de barrio portuense, irrumpiendo tímido en sus espacios siempre algo íntimos, poco propicios al turismo, y observando el calmo rezongar de camareros y cocineras, personal vetusto que diríase no ha salido nunca de esas cuatro paredes... Un viaje te puede llevar al ancho mundo, o asomarte a los espacios más estrechos entre los que puede transcurrir, dignamente, una vida)

Habitamos, este camarero y yo, un rincón muy pequeño del mundo, de la vida, de la experiencia. Como honrados hombres de antaño, trabajamos toda la vida en el mismo sitio, la vivimos de cabo a rabo en la misma ciudad, amamos siempre a la misma mujer (a condición, claro está, de que no se deje amar, de que permanezca siempre fuera de nuestro alcance -como lo está, intuyo o quiero intuir, la camarera a la que mira de reojo a cada poco). La vida parece a veces una de esas novelas de Antonio Soler ambientadas en los años 50, con su musa de barrio avejentada pero aún poderosa en el deseo de los demás (de los hombres que se han pasado media vida deseándola), su microcosmos duro y tosco pero confortable, acolchado de costumbres y rutinas casi inmemoriales, escenarios inmutables que crean hombres inmutables de los que todo se sabe, de los que ninguna sorpresa se puede esperar...