viernes, 31 de diciembre de 2010

El Golem


El amor es, de nuevo, una cuestión lingüística: unas palabras certeras disparadas en el tumulto de una fiesta prenden un fuego que se adivina arrasador; otras palabras desgranadas (desganadas) rutinariamente en el hastío de una oficina pueden contenerlo o, como diría nuestro Romeo posmoderno, ponerlo en standby. El amor es un lenguaje entre dos (o más) personas, que lamentablemente comparte la maldición que afecta a todas las demás cosas del mundo: depender enteramente de las palabras con que se expresa. Narrar un amor, así, es exorcizarlo de sus espíritus vengativos: un demonio tutelar, apresado en palabras, no es tan fiero como lo pintan, y uno, letraherido sin remedio, no sabrá al final si ama al demonio o a las palabras que tan bella, tan terriblemente lo retratan. Una palabra dio vida al Golem; otra palabra, quizá, lo devolverá a la arcilla inerte.
¿Ésta?...

miércoles, 29 de diciembre de 2010

The haunting


Unas pocas horas en las que el amor y el deseo bailan su danza siempre mortal pueden ser suficientes para trastocar toda una geografía de lo cotidiano: la del ámbito que cansada, desganadamente se habita a diario, los insípidos espacios comunes de una oficina (pasillos, salas de reuniones, lugares de tránsito apenas a los que nunca se les dedica una segunda mirada)... Ahora en cambio, al recorrerlos, se podrá apreciar sobre ellos -como imágenes borrosas y semitraslúcidas haciendo rielar el fondo de pladur y yeso- las escenas que el recuerdo invoca y que, literalmente, embrujarán los días subsiguientes en la oficina para quien así las vivió y ha quedado maldito por ellas: el feliz cadáver que dejaron a su paso unas palabras disparadas al corazón, mientras la asesina se perdía entre la multitud festejante; el brillo rojizo como la sangre de una cabellera que la víctima, recién resucitada, buscará una y otra vez entre el borroso mar de figuras, sin terminar de asirlo nunca; la huella imprecisa -imprecisa, sólo, en el recuerdo- de un tacto, al fin, presuntamente inocente, pero que ocultará en cambio la radical culpabilidad del amor...

Deseo de noche

Dado que mis palabras recientes, en opinión de algunos, están más bien oxidadas (es lo que tiene aliñarlas generosamente con la pegajosa melaza del amor), os regalo esta vez las palabras de otro; es el comienzo de la novela Deseo de noche, del autor peruano Alonso Cueto, que, me da a mí, podrían suscribir alegremente algunos de mis lectores habituales...



Hasta entonces eso que llamo mi vida había sido un exilio impuesto por mi timidez y mi pudor. Siempre fui un individuo más bien apartado. Las personas como yo buscamos la seguridad que da el autodestierro pero nos vamos haciendo cada vez más vulnerables a nuestra postergada necesidad de amor. Mi soledad era una caverna en la que iba fabricando infinidad de sueños iluminados por la estrecha abertura que había dejado con el mundo. En el colegio tenía la fama de ser un hombre huraño pero algunos, como Carvajal, sabían que la secreta energía detrás de mis murallas había acumulado una necesidad de afecto que, a diferencia de lo que aparentaba, me había hecho vergonzosamente sensible a las tentaciones de cualquier forma de seducción.

Miraba con envidia a las parejas que se besaban en el parque y soñaba con historias fantásticas apenas me atraía una mujer, aunque fuera una transeúnte fugaz en una vereda. Los vicios de mi naturaleza soñadora me habían llevado a poblar mis noches en el apartamento con fabulaciones que prefiero no relatar. Las mujeres que alguna vez estuvieron conmigo aparecían borradas por la niebla de los recuerdos. La última de ellas, Lourdes, vivía un matrimonio próspero y no tenía mayores noticias de ella.

Quería apartarme de los seres humanos pero buscaba a una mujer concreta. Mi natural deseo de tocar un cuerpo y hablar con un alma en la oscuridad me empujaba hacia fuera. Todo hombre o mujer, en forma real o imaginaria, vive al menos una gran historia de amor, casi siempre infeliz, en su vida. Yo no había pasado por la mía y creo que eso explicaba lo que ocurrió, y cómo mi reacción, que quizá no hubiera tenido en una situación normal, me llevó a involucrarme en una historia que sólo ahora, tantos años después, me atrevo a ordenar.

(....)

Si queréis saber cómo continúan las desventuras de este narrador, sólo tenéis que buscar el libro en el catálogo de la editorial Pre-Textos...

lunes, 27 de diciembre de 2010

Mujer-pantera (Deseo, 10)

Sucederá un día cualquiera, hablando con ella de cualquier cosa aparentemente intrascendente; de pronto, sin previo aviso, algo como un escalofrío la recorrerá, un movimiento involuntario, una tensión contenida que apenas se traducirá a su cuerpo menudo, pero que los ojos -esos ojos de mirada felina, entre azul y verde, que sólo a veces, ay, sólo con ternura y lástima lo miran a uno- no podrán ocultar. Entrecerrándose -y negando por un momento la luz al mundo- dirán más que las palabras comunes que de todas formas, esforzadamente seguirá desgranando, tendiéndolas sobre un abismo incierto y temible que de repente parece haberse abierto bajo ella... Uno pensará entonces, sin saber por qué, en una fiera enjaulada que recorre la estrechez de sus dominios con paso lento y almohadillado, dedicándole al mundo, con cada nuevo giro, una mirada llena a partes iguales de desprecio y deseo. Y se dará cuenta de que los barrotes, a este lado de las metáforas, pueden ser a la vez intangibles y bien sólidos, los barrotes de una vida desde la que mirar el mundo a rayas que quedó fuera, lejos del alcance, más allá de las decisiones tomadas tantos años atrás...

Entonces uno, enamorado, querrá abrir esa puerta invisible -querrá, en su ingenuidad, ser la llave-, sólo por verla salir de su encierro, aún cauta, mirando a uno y otro lado con felina desconfianza, posando al fin la mirada incandescente sobre uno...

Si decide devorarlo o correr lejos de él, sólo la pantera lo sabe.

Ley del eterno retorno (Manifiesto, 1)


La inocencia será.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Jóvenes y hermosos


La vuelta siempre a los mitos del pasado, a la inocencia, la expectativa absoluta, el futuro en mayúsculas, la gracia de los comienzos… Curioso, triste pensar que nunca volveremos a ser y sentir así, salvo en el recuerdo y en la mirada dada a los encuentros afortunados, por desgracia infrecuentes, con seres extraordinarios; también, quizá, en el espacio virgen de la hoja en blanco, donde aún todo puede -todo debe; nos va la vida en ello- ser posible... Toda historia ha de ser, así, la historia de un comienzo (aunque sea el comienzo de un declive), pues somos tributarios, el resto de nuestras vidas, de los comienzos que coleccionamos entonces, cuando éramos jóvenes y hermosos.

Otoño, 3

La lluvia también tiene una cualidad de infancia: “de crío nunca llevaba paraguas, era impensable; para nosotros, la alegre y semi-salvaje ralea de los niños, los paraguas eran trastos absurdos e inútiles, venidos del mundo incomprensible de los adultos, porque ¿quién no iba a querer mojarse bajo la lluvia, saltar en los charcos, o simplemente sentir el agua en el rostro, cayendo en largos regueros como lágrimas felices? Volvíamos siempre a casa empapados y radiantes, con una sonrisa traviesa que permanecía aún mientras nuestras madres, tras poner el grito en el cielo, nos instaban a cambiarnos de ropa, frotándonos enérgicamente el cabello despeinado y chorreante..."

Como adultos, sin embargo, evitamos la lluvia como si fuera ácido, le hurtamos hasta el último centímetro de piel, la vigilamos ceñudos desde los partes meteorológicos. Sobre todo, nos molesta que nos sorprenda en mitad de la calle habiéndonos dejado el paraguas en casa, porque es un evidente e imperdonable acto de imprevisión, que añadir a la larga lista de agravios -propios sobre todo- con los que fustigarnos diariamente, en esa lenta labor de demolición en la que andamos oscuramente empeñados. Y sin embargo, cuando ponemos una ventana de por medio entre la lluvia y nosotros -la ventana moteada de gotitas de nuestra casa, o el amplio ventanal de una cafetería contra el que sostener una taza humeante en la mano- la lluvia, como una mujer madura, nos revela sus otros encantos; el dulce aprendizaje de la melancolía, al que empeñar tantas cosas preciosas y aún no perdidas...

¡¡100 entradas!!...


...Y ya sólo escribe de amor.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Cuerpo (Deseo, 9)


Corporeizarse para ofrecerle un cuerpo a ella (que dulcemente enredar al de ella); uno que no se desvanezca a la primera contrariedad, que tenga el suficiente peso (en el mundo) para no echarse a volar a la menor ráfaga de viento; que transcurra en cambio sólidamente a ras de tierra, dejándose enredar aquí y allá por los zarcillos de una vida estable y definida junto a alguien...

Palabras (Deseo, 8)

¿Se puede vivir en una frase? ¿Se puede uno refugiar en ella, en la promesa de sus palabras apenas esperanzadoras que uno, de todas formas, no se atreverá a creer, creyéndolas mentira piadosa, dulce veneno del no? ¿Y qué hacer cuando todo lo demás, todo el conjunto de signos no verbales de lo real -el peso de lo cotidiano indistinto, la indiferencia de ella, el hastío en su mirada- le cuenta una historia distinta (la historia de siempre)? Quizá entonces, sí, haya que exiliarse en un puñado de palabras, recorrerlas obsesivamente como si fueran estancias de un palacio encantado, algunas cálidas y acogedoras ("si te dijera que lo dejo todo por ti"), otras frías y cortantes como el hielo ("tú no te juegas nada, yo me lo juego todo"), algunas espinosas y sembradas de maleza ("mi marido, mis hijos..."), otras, en fin, abiertas sobre abismos insondables que siempre devuelven la mirada ("¿ves como al final, como siempre, eres tú el que no se decide?")...

viernes, 17 de diciembre de 2010

Romeo posmoderno (Deseo, 7)


El Romeo posmoderno persigue a su Julieta por todos los rincones del espacio virtual; sigue su rastro a lo largo de interminables, laberínticos túneles hechos de fibra óptica, desgranando palabras de amor en cada pantalla al paso de ella como si fueran balcones donde cantar una serenata a su belleza inconmovible... Este Romeo, quizá para su desgracia, tiene poco del ADN efervescente y algo luciferino de su gran rival literario en cuestiones de amor, el más carnal Casanova; nuestro héroe romántico prefiere, en cambio, manosear a su amada -siempre platónica- en fantasías y quimeras escenificadas meticulosamente en el teatro de su mente, con tal grado de detalle que parece increíble que, al final de la representación, Julieta -la Julieta real, dondequiera que se encuentre- no prorrumpa en aplausos, que permanezca ignorante de la pasión que ha provocado y no caiga, al fin, rendida ante tanto amor.

Y es que las palabras, para este Romeo tan lamentablemente posmoderno, son lo mismo que la realidad; en consecuencia, su adoración debería hallar eco en la de ella, sólo por expresarse en tan bellos términos. Así, demasiadas veces se confiará al azar la ingrata labor de mensajero o correveydile, declamando palabras de amor a los vientos virtuales con la esperanza de que las lleven, convenientemente empaquetadas en bits, a los ojos entrecerrados de hastío (quizá de impaciencia) de su destinataria al otro lado del ADSL. Y así nos luce el pelo...

Si -incomprensible, inexplicablemente- nada de todo ello conmueve a Julieta, este Romeo lite sabe que le queda el recurso a recogerse y guarecer su derrota -su eterna, doliente retirada- bajo la conveniente inmaterialidad de un alias, al que culpar de los peores excesos de un amor que, a la luz del día, en el manido ámbito de una oficina, parecerá, apenas, literatura. Pues tal es la esquizofrenia que los tiempos permiten a estos Romeos de medio pelo, incapaces de suscribir con su mano derecha, funcionarial y práctica, los versos que la mano izquierda escribió arrebatada en la noche. Una sonrisa construida con signos tipográficos sustituirá en la pantalla a la que la vergüenza pinta en el rostro de Romeo, y todo el drama y la tragedia quedará, felizmente, periclitado, merced a la bendita Posmodernidad-que-todo-lo-puede.

Amén.

(Pero también puede suceder que este Romeo se encuentre con una Julieta unplugged, inaccesible por tanto a sus arrebatos de pasión estrictamente telemáticos... Con lo cual, haciendo de tripas corazón, poniéndose el mono de faena, le tocará aprender la más dura y provechosa lección: para amar a una mujer real, hay que hacerse real uno mismo... Próximamente en su serial Deseo...)

martes, 14 de diciembre de 2010

Fragmentos, 4


De crío, pongamos que en el ochentaypocos. De nuevo, viendo la tele con mi padre, en el salón de nuestra antigua casa (debía de ser invierno, casi navidad, porque como tantas familias de aquellos tiempos, educadas en el cultivo de lo frugal, hacíamos vida en la salita, reservando el salón para épocas especiales). En la tele, un programa inane, propio de la blanca televisión de aquellos años, en la que nunca se decía una palabra más alta que otra (eso sí: los contertulios fumaban como carreteros, hasta hacer difícil distinguir sus rostros velados por el humo en la poco nítida imagen de entonces, y de vez en cuando algún poeta y dramaturgo alcoholizado -como poco- montaba un numerito milenarista frente a la no-tan-atónita mirada de sus compañeros de gremio).

El programa en cuestión transcurría (apacible, soporíferamente) en una especie de plaza mayor de cartón-piedra, con kiosko de música encalado de blanco (aunque esto quizá sea un añadido de la imaginación) y bancos donde el presentador, a veces, se sentaba para hablar con tal o cual ciudadano más o menos anónimo. El título del programa, no me pidan imposibles, se me ha desvanecido por completo con el paso de los años, como si nunca hubiera existido. Quizá, en realidad, no existió para nadie más que aquel niño que ahora recuerda.

Aquel día el presentador entrevistaba a un tipo joven, representante de esa juventud barbada que poblaba a golpe de pancarta las calles de este país en los primeros años de la democracia. De hecho, su único mérito, el motivo de ser entrevistado, parecía ser su pertenencia a esa nueva generación, recién salida de las tinieblas del franquismo, que encarnaba los anhelos y las esperanzas de un país que se sentía renacer, que encaraba optimista el futuro. Recuerdo que me fijé (seguramente, gracias a algún rótulo sobreexpuesto a la imagen) en su edad: 25 años. Y pensé entonces, desde la cortedad de mi propia experiencia, que todo lo sobredimensionaba, que cuando llegara a esa edad aún tan lejana habría conseguido todo aquello que me propusiera, que de hecho había empezado a proponerme; sería un adulto, hecho y derecho, la plasmación definitiva de todo lo que empezaba a atisbar, aún sin prisa, en el horizonte de mi vida...

Tengo 36 años. Y aún no sé muy bien de qué va esto de vivir...

lunes, 13 de diciembre de 2010

Huérfano (Viajar, 11)


Llega un momento en todo viaje -curioso pensar, ya de vuelta- en que la suave música de lo ajeno que lo envuelve a uno va dejando sonar sus últimas, lánguidas notas... Con renuencia se va despidiendo uno de los escenarios que han sido suyos unos días, por los que ha caminado con paso inusualmente firme (salvando los continuos resbalones sobre el hielo), seguro de saber siempre dónde iba, o saliendo al encuentro azaroso de afortunados descubrimientos tocados con la gracia de lo inesperado, revestidos de la esquiva cualidad de lo correcto. Por encima de todo, uno siente desprendérsele alma abajo los ropajes de su yo viajero, esa versión mejorada de uno mismo, hecha de -mala- literatura y sueños incumplidos (¿no son ambas cosas lo mismo?), que lo espera en cualquier estación o aeropuerto para acompañarle unas jornadas felices, para vestirlo de aquel que siempre quiso ser... Es el viaje, ese simulacro de juguete de la realidad, ese tablero de juego sobre el que mover una ficha que siempre, inevitablemente, ganará la partida.

La nostalgia emborrona ahora, para este curioso pensador, el recuerdo de esos últimos momentos, que transcurrieron serenos, sin reproches, con el alma rebosándole ebria de nuevas estampas en las que imaginarse, a la vuelta, cuando la realidad se hiciera asfixiante; con la certeza, también, de que más días allá sólo conseguirían desvanecerlo, darle a uno la consistencia etérea de un fantasma... Hay un límite al tiempo que se puede ser turista, turista de uno mismo; la ciudad ajena puede acogerlo unos días y brindársele insinuante y prometedora, ofreciéndole el dulce elixir del olvido (o del recuerdo distorsionado por el deseo, lo que viene a ser lo mismo); permitiéndole, por ejemplo, proyectar sobre sus muros las sombras chinescas de un amor en la distancia... Pero, llegado un momento, los pies cansados reconocerán estar caminando sin rumbo, y pronto uno oirá la voz de la ciudad susurrándole suave, amablemente que no es uno de sus hijos, y reconviniéndole a buscar de nuevo, tras unos días de dulce y necesaria rebeldía, el abrazo de su auténtica madre...

¿Ha sido un abrazo?, indaga curioso este pensador, recordando que, desde la vuelta, cada vez que el cansancio le rinde, no hace otra cosa que soñarse en ciudades ajenas... Y no le queda otra opción que reconocer que estos días anda raro, desganado, atisbando en la distancia fragmentos de sí mismo que no tiene prisa en recomponer en una figura definida, prefiriendo en cambio el vagar ensimismado en torno a tres o cuatro costumbres lo bastante difusas como para permitirlo no ser -no aún- nadie... La complejidad de todo a su vuelta, acabado el simulacro de juguete, lo tiene familiarmente paralizado, y donde debería tratar de extrapolar el paso firme de su avatar en el juego -ese yo mejorado al que ya extraña ardientemente- se decanta en cambio por la indecisión imagen de marca que caracteriza a su yo de siempre...

Pero, eso sí, puede decir que ha recibido un abrazo; el que ella le dio cuando él le entregó su regalo -una rosa de hierro para otra rosa de hierro-, y que aún, pese al paso de los días, lleva marcado a fuego en el alma...

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Entre mujeres (Viajar, 10)


Todo viaje es un eterno caminar entre mujeres, mujeres de cuadro de museo y mujeres carnalmente reales, Alicias de una turbadora adolescencia y amores (o el fantasma de su posibilidad) dejados atrás, en la tierra de la que se proviene... Al iniciar el viaje, se solicitará sobre él el tutelaje de un demonio de insinuantes formas femeninas; como respuesta, unas pocas palabras en una pantalla, expresando miedo y deseo a un tiempo, podrán ser interpretadas convenientemente como una aquiescencia algo dubitativa, que un fatal error de conexión (igualmente conveniente) dejará como la última palabra al respecto. El viaje, así, no empezará -como se temía- cojo de uno de sus elementos esenciales, el de una presencia invisible pero poderosa con la que viajar, para no viajar solo, para invocarla en momentos de necesidad e impregnar con ella las calles ajenas...

Ya en el aeropuerto, el encuentro afortunado de un libro de un poeta uruguayo sólo servirá para avivar el fuego que, quizá irresponsablemente, se ha decidido encender. Después vendrá el episodio de la azafata que el deseo querrá emparentar a la mujer dejada atrás, episodio ya narrado. Luego, con una compañera de visita, conocida en uno de esos azares a los que tan propicios son los viajes, se jugará a imaginarse otro; otro que camine tras ella por los innumerables pasillos de una joyería de lujo, mirándola condescendiente ir golosa de vitrina en vitrina, su atractivo común y poco llamativo (pero suficiente para favorecer la fantasía), su pelo rubio y liso tan susceptible de ser acariciado, su encantadora manera de vacilar frente a las joyas, como esperando que uno, entonces, la abrazara desde atrás y le susurrara al oído "elige la que quieras"... Océanos de tiempo en común (con ella, con cualquier otra) lo separarán a uno de esa escena; y a la vez, también, sólo una frágil lámina...

Luego vendrá el episodio central de la visita a la ciudad balneario, también ya narrado. A la vuelta al hotel, uno se acogerá a lo que ella, antes de la partida, le confesó, a su temor y a su deseo de verse escrita en palabras de él; entonces, se le dedicarán las palabras de amor más desgarradas y audaces, en una carta escrita para no ser enviada nunca, que el pudor impide reproducir aquí. Algo de todo ello, al fin, se le desbordará más allá de toda contención, impregnando el mensaje que, en un día propicio a las nostalgias, le envíe a la mujer. Proseguirá el arrepentimiento, la vergüenza, el miedo a las consecuencias, la llamada al orden, a volver al perfil habitual de persona razonable, capaz de reprimir o silenciar sus sentimientos; capaz, también, de cuestionarlos, de preguntarse si no serán otra cosa que espejismos invocados por el viaje...

Con todo ello llenándole el equipaje de
angustia, uno desfilará, primero, como todos los días, entre multitud de eslavas de belleza estremecedora, gesto implacable y taconeo firme sobre el suelo helado en el que uno mismo no hace otra cosa que resbalar; después, entre las mujeres altivas e imposiblemente bellas de Mucha, descubriendo en ellas una sensualidad que lo sorprenderá gratamente, que en ocasiones le permitirá olvidarse de sus cuitas, en otras lo tendrá atareado jugando, una vez más, a buscar las similitudes con la mujer (de pronto) amada. Después, en un día cargado de actividades, acudirá a una sesión de teatro negro, en la que, maravillado por las exquisiteces de esta modalidad checa, conseguirá de nuevo dejar a un lado sus tribulaciones amorosas; hasta que, en un inesperado giro, la obra le muestre los encantos velados de una Alicia crecida y enfrentada a una adultez incipiente, y el igualmente exquisito erotismo de la escena le oprima el corazón de anhelos...

Entonces, en un intermedio de la función, él podrá comprobar que tiene una respuesta de ella en su teléfono móvil. Todavía tardará unos segundos en leerla, paralizado por el miedo... Al fin, la naturalidad de las palabras de ella, su agradecimiento y su cariño, despejarán de un plumazo las sombras acumuladas durante toda la jornada, y él se verá convertido, siquiera por unos momentos, en la persona más (modestamente) feliz en toda la ciudad...

lunes, 6 de diciembre de 2010

Tomando tierra (Viajar, 9)

El viaje es una sucesión de asentimientos, un sí, sí, ¡sí! que trastoca el plácido ritmo con que transcurren los días previos, con que transcurrirán los días posteriores. La realidad acobarda, es un hecho; entonces, ¿transcurre el viaje fuera de los márgenes de lo real? ¿O es uno mismo el que se desrealiza, el que se deja atrás, para ensayar otras miradas y otras determinaciones en el escenario perfecto -libre de connotaciones personales, del peso del recuerdo- del territorio extranjero? Lo único cierto es que la marcha, esos días ajenos, se le hace a uno suave y fácil, como sobre terreno allanado, aunque en realidad el firme esté cubierto de hielo y nieve (y sea propicio, todo hay que decirlo, a los resbalones); el aire parece pesarle menos en los pulmones, y el pasado se le desvanece de puro irrelevante en la bruma que dulcemente le rodea... De pronto todo parece posible; también el amor, que en la distancia no parece tan fiero, que pierde en el recuerdo la mirada de Medusa con que antes (allá), inevitablemente, lo congelaba siempre a uno en el momento decisivo...



A la vuelta, aún algo aturdido por un jet-lag que tiene menos de físico que de literario, se escribirá sobre todo aquello. Es cierto que durante unos días las imágenes de dos ciudades parecerán mezclarse, y puntualmente, a la hora del sueño, se visitarán mil urbes que comprendan todos los grados de separación entre ambas (en ocasiones, incluso, se volverán a vivir oníricamente largos y no muy agradables periplos de aeropuerto-cerrado-por-la-nieve). Si todo lo que hacemos es habitar, se habitará un espacio intermedio, híbrido de connotaciones, en el que todo, lo propio y lo ajeno, lo extranjero y lo autóctono, le llegará a uno amortiguado, como a través de una niebla agradable que no se desea abandonar...

Entonces, aún a través de la
niebla, vendrán las primeras preguntas: ¿volverá uno, tras haberse acostumbrado a decir que sí (tras haberse acostumbrado a que sea el mundo el que le asienta sonriente) a su vida anterior basada en el no, en la privación y el conformismo, el camino al margen? ¿Se le hará de nuevo el paso, que había desfilado ligero sobre el hielo y la nieve, mecánico y hastiado, llevándole sobre raíles a los mismos escenarios desganados de siempre? ¿Aprenderá de una vez por todas a vivir en la realidad, a transferir a la realidad el yo seguro y confiado que se lleva en la maleta, y se pone encima como una cómoda vestidura, en esos simulacros de juguete de la realidad que son los viajes?

Y, sobre todo: ¿lo congelará una vez más la mirada de Medusa del amor la próxima vez que, frente a Ella, quiera declarar sus sentimientos? ¿O serán éstos los que, a la vuelta -quizá anticipándose a una nueva claudicación- empalidezcan por sí solos, hasta que uno dude si eran sólo función del viaje, si en su vida de todos los días hay espacio para algo que, en la distancia, parecía tan sublime?...


domingo, 5 de diciembre de 2010

En la ciudad balneario (Viajar, 8)


En el tercer día de su viaje, volvió a soñar con ella (en el sueño, tras un gran esfuerzo de persuasión, conseguía apenas que ella le dejara abrazarla; y sin embargo, qué gran victoria era, capaz de hacerle sentir el más feliz de los hombres en todo el reino de Morfeo...). Luego, en el autobús hacia la ciudad balneario, le invadió un intenso anhelo de ella, que sólo se vio reforzado cuando, tras deshacerse al fin del desganado grupo de compatriotas con los que había acudido a visitar la bella ciudad eslava, se vio solo de nuevo en el escenario más desesperadamente romántico que había conocido nunca... Entonces, decidió comprar una rosa de hierro para otra rosa de hierro, sintiendo el creciente peso de una fuerza de gravedad que emanaba desde su país (desde ella-y-sus-circunstancias), y que le hacía agradecer horrorizado el estar aún tan lejos, lejos de algo tan inmanejable, que lo esperaba a su vuelta con el yugo de las verdades descubiertas en la distancia, de las decisiones imposibles de tomar. Superado ese momento de necesidad casi física, la ciudad se le hizo lugar perfecto para desvanecerse en la no-existencia: tan ajena, tan glacial, casi alienígena, resultaba imposible imaginar a gente de carne y hueso habitando ese reino de hielo y postal... Se preguntó entonces cómo serían esas gentes, qué tipo de pensamientos tendrían, si sus sentimientos serían también de hielo o se derretirían (lánguidos o turbulentos o lascivos) en el interior de habitaciones recalentadas, levantadas contra el frío omnipresente... No pueden ser como nosotros, concluyó; entonces, paradójicamente, ese nosotros se le trastocó y fue su vida en el sur caluroso la que comenzó a parecerle irreal, inconcebible, como si el mundo de lo posible se redujera al viento y la nieve y las mujeres rubias y altísimas de mirada inescrutable con las que se cruzaba a cada momento...

"El amante cortés" (Deseo, 6)


¿Qué mejor amante podría tener -pensaba la mujer deseada- que aquel que sólo se atreve a acariciarme con palabras? Palabras furtivas, que ni siquiera esgrimirá algún día ante mí, frente a frente; que lanzará en cambio al viento de los azares, deseando y temiendo que alguna llegue a mis ojos, para decirme lo que él no se decide a decir; que irá atesorando en la soledad de habitaciones ignotas a las que, ay, nunca osará convocar a la imagen real que las inspira... Mi vida, así -concluirá la mujer-, no será violentada por una pasión turbulenta, y podré seguir tranquila mi infeliz camino junto a otro, sabiéndome amada en secreto... por este impecable, imposible, cortés amante mío.

Azafata (Viajar, 7)


Ya en el avión (en el segundo o tercer avión de ese largo, interminable día lleno de traslados, en el que ya no sabía muy bien ni en qué país se encontraba), fue atendido por una azafata que le despertó la nostalgia y el anhelo: de rasgos germánicos, algo avejentada, de belleza dura e implacable en un rostro afilado, le recordó enormemente a la mujer que había elegido demonio tutelar del viaje, de la que, decidió, representaba una imagen futura... Así, le supuso una vida más allá de su función desganada, del inmutable océano de hastío del cielo surcado mil veces en todas las direcciones; la imaginó soltándose el pelo que malrecogía en una funcional coleta, dejando derretirse la mirada azul hielo con que congelaba al pasaje, y al fin, en las alcobas de su intimidad, derramando un torrente de pasión que la igualaría -siempre en la fantasía llena de anhelo, en el anhelo lleno de desconocimiento- con su lejana hermana menor española... A la que, de pronto, en un arranque de ingenuo heroismo, sintió la necesidad de salvar; salvarla de un futuro de coletas constriñendo la rebeldía de un hermoso cabello rubio-rojizo, de miradas azules congelándose año tras año en un gesto de hastío infinito, de palabras sin sentido repitiéndose hasta la náusea como vuelos hacia ninguna parte... Y recuperar, así, a la joven que lo había enamorado, diez años después, desde una foto tomada diez años atrás...