Con el cambio de estación, las cosas entran en un estado de efervescencia; no son propiamente ellas mismas, sino que, como en una doble o triple exposición, es posible atisbar en ellas lo que fueron (en un pasado que parecía ya inalcanzable) y lo que podrían ser (en cualquiera de los múltiples, vagos futuros que se le despliegan a uno tentadores al paso). Los perfiles se desdibujan, la costumbre se relaja y la mirada se enlentece, enredándose con indolencia en todo lo que toca, desrealizando la realidad habitualmente tan pesada, saciada de sí misma; el resultado es un mundo casi fantasmal, gozosamente surrealista, esculpido con la técnica del puntillismo, donde las cosas al paso laten y vibran con el magma que lo sacude a uno por dentro, vertiéndosele desde los ojos hacia la ciudad de nuevo promisoria... Al calor rabioso del día sucede una brisa vivificante en la noche; el cuerpo no sabe hacia cuál de los dos polos inclinarse, y la carne se le inflama de sueños tan postergados, soñados de nuevo por primera vez. La máquina del tiempo se ha vuelto a poner en marcha, y durante unos días afortunados será posible revivir el descubrimiento de la primera (única) primavera, ésa inmemorial y eterna que, unos días al año, se manifiesta en todo su esplendor para goce del cuerpo y el alma...
Una colección de minúsculos extrañamientos, epifanías de bolsillo, miradas al paso con las que el pensamiento avanza, quizá a ninguna parte, encerrado en el laberinto interior de una polisemia: curioso pensar, este pensar curioso...
lunes, 11 de abril de 2011
domingo, 10 de abril de 2011
Fragmentos, 5
Buscando una imagen-refugio, una imagen-hueco en la que guarecerse de las tormentas que le descargan a uno por dentro estos días, reparo en una estampa añeja, barnizada en tonos sepia por la memoria, que de pronto se despoja del polvo de los años y crece vertiginosamente, succionándolo a uno hacia un pasado de nuevo tan vivo...
Pongamos que hablo del 90. El adolescente que pasa con su familia las vacaciones de verano en una localidad de la costa malagueña es aún un niño, carne ardiendo de futuro, pura expectativa desplegada imaginariamente en mil caminos posibles, manoseados en noches interminables conquistadas al sueño. Lo vemos, la noche de autos, en la puerta de un restaurante donde sus padres y hermana adormecen el hastío estival, un poco enfurruñado por la discusión que ha provocado al pretender quedarse en el apartamento de alquiler para ver el acontecimiento televisivo del año, la retransmisión de un concierto de una entonces emergente Madonna. Contrariado, el joven prefiere la calle y la soledad de la noche al interior sobreiluminado del bar-restaurante; rezongará de un lado a otro, sin hacer nada en particular ni alejarse demasiado, sólo manifestando en su lenguaje corporal -su desganado andar y desandar el mismo camino circular hacia ninguna parte- su absoluta y orgullosa disconformidad con el mundo... Sin embargo, algo en la noche a su alrededor, perfectamente anodina, le irá ganando poco a poco, atrayendo su atención crecientemente, hasta tenerlo del todo hipnotizado... No es nada concreto, y desde luego nada que pueda expresar con palabras con tan escasa edad y experiencia (su yo futuro, tras tantos años amasando el lenguaje, tampoco tendrá muy claro cómo describirlo); es, si acaso, una sensación vaga, inasible, una poesía sutil e indefinida flotando en el aire nocturno, enlenteciendo el ritmo de las cosas (los paseantes lentos en el aire cálido del verano), enseñando a la mirada a mirar de otra manera, a identificar otros matices, a ver lo invisible... Profetizando, quizá, tantas tristezas futuras, suavemente amortiguadas por una soledad que se empieza a reconocer condición esencial -y no mera vestidura estacional del adolescente-, y que proyecta su sombra alargada sobre los años por venir...
Uno querría entonces vivir eternamente en esa imagen, congelado en esa noche de verano, dedicado a rendir cuentas a ese joven triste que, en realidad, no ha andado tanto camino desde entonces (pero a quien, a veces, tanto cuesta sostenerle la mirada). Y recibir así una y otra vez el bautismo de ese momento fundacional, si es que en verdad hay sólo uno: el descubrimiento, consciente pero aún no adulto, de la fragilidad del yo frente a un mundo tan incomprensible como pleno de belleza...
Pongamos que hablo del 90. El adolescente que pasa con su familia las vacaciones de verano en una localidad de la costa malagueña es aún un niño, carne ardiendo de futuro, pura expectativa desplegada imaginariamente en mil caminos posibles, manoseados en noches interminables conquistadas al sueño. Lo vemos, la noche de autos, en la puerta de un restaurante donde sus padres y hermana adormecen el hastío estival, un poco enfurruñado por la discusión que ha provocado al pretender quedarse en el apartamento de alquiler para ver el acontecimiento televisivo del año, la retransmisión de un concierto de una entonces emergente Madonna. Contrariado, el joven prefiere la calle y la soledad de la noche al interior sobreiluminado del bar-restaurante; rezongará de un lado a otro, sin hacer nada en particular ni alejarse demasiado, sólo manifestando en su lenguaje corporal -su desganado andar y desandar el mismo camino circular hacia ninguna parte- su absoluta y orgullosa disconformidad con el mundo... Sin embargo, algo en la noche a su alrededor, perfectamente anodina, le irá ganando poco a poco, atrayendo su atención crecientemente, hasta tenerlo del todo hipnotizado... No es nada concreto, y desde luego nada que pueda expresar con palabras con tan escasa edad y experiencia (su yo futuro, tras tantos años amasando el lenguaje, tampoco tendrá muy claro cómo describirlo); es, si acaso, una sensación vaga, inasible, una poesía sutil e indefinida flotando en el aire nocturno, enlenteciendo el ritmo de las cosas (los paseantes lentos en el aire cálido del verano), enseñando a la mirada a mirar de otra manera, a identificar otros matices, a ver lo invisible... Profetizando, quizá, tantas tristezas futuras, suavemente amortiguadas por una soledad que se empieza a reconocer condición esencial -y no mera vestidura estacional del adolescente-, y que proyecta su sombra alargada sobre los años por venir...
Uno querría entonces vivir eternamente en esa imagen, congelado en esa noche de verano, dedicado a rendir cuentas a ese joven triste que, en realidad, no ha andado tanto camino desde entonces (pero a quien, a veces, tanto cuesta sostenerle la mirada). Y recibir así una y otra vez el bautismo de ese momento fundacional, si es que en verdad hay sólo uno: el descubrimiento, consciente pero aún no adulto, de la fragilidad del yo frente a un mundo tan incomprensible como pleno de belleza...
sábado, 9 de abril de 2011
Deseo, 14
Mirándola de lejos -sin que ella se sepa observada-, viéndola apartarse el pelo del flequillo con la mano, en ese gesto eterno y eternamente irresistible dentro del bestiario de seducciones de la mujer, pienso en lo esencial y básico y primigenio del deseo (desprovisto, además, del epíteto que lo reduce al ámbito sexual): el puro deseo de poseer para uno -y sólo para uno- esa belleza y esa gracia inconscientes y a la vez oscuramente sabias, acariciar ese cabello al que el sol arranca cegadores destellos rojizos, sumergirse en esos ojos que prometen liquidas y azuladas profundidades... Ese deseo desbarata al instante cualquier construcción intelectual en la que se lo quiera encerrar; también, ay, este pequeño, apresurado curioso-pensar garrapateado sobre un papel con urgencia...
Deconstruyendo la ciudad
Al caminar la ciudad, la mirada debe ir por delante; hendiendo el aire para abrirle paso a uno, hallando los huecos en la realidad que permitan moverse de aquí allá, de este fragmento de realidad a aquel otro, conquistados, antes de que el pie marque su huella sobre ellos, por el poder allanador de la literatura. La realidad en bruto es inhabitable, a no ser sorda, insensiblemente; mejor refinarla en minúsculas instancias narrativas plenas de resonancias, donde el vivir se despliegue en todas las posibilidades cromáticas del espectro... Sólo así, fabricando huecos a golpe de mirada, avanzará uno en su siempre dificultoso camino hacia ese lugar que está tan dentro como fuera, en el que la presunción de culpabilidad, sobre el mundo y sobre uno mismo, queda en suspenso, y donde un día, quizá, pueda uno finalmente perdonarse y ser...
martes, 5 de abril de 2011
El habitante del mañana, 7
Al pasear las calles tan holladas del presente -ahora ya pasado-, uno sentía como una vibración moviendo el suelo bajo sus pies, desdibujando las fachadas de los edificios, descorriendo el velo de la ciudad conocida como si fuera una simple ilusión, entre cuyas rotas costuras se pudiera ver al fin la brillante realidad de la ciudad futura, aquella que lo esperaba para concederle una vida mejor en algún punto impreciso del porvenir...
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