Sorprenderse, en la morosidad de las tardes interminables en la ciudad extranjera, extrañando el ajetreo de los aeropuertos; como si la competencia como viajero se definiera mejor en el trámite burocrático de los traslados -esa prueba de habilidad y resistencia que consiste en alternar transportes de todo tipo con esperas extenuantes- que en el propio cuerpo del viaje, tantas horas en suelo ajeno que la imaginación y el hastío y la nostalgia y la indiferencia pugnarán por llenar -o vaciar- de contenido...
Viajero ballardiano, aquel que sabe que el viaje es ante todo desplazamiento, y el resto, apenas, un trámite engorroso entre la ida y la vuelta...
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