La ilusión colectiva, el esfuerzo común, la teoría de las gotas de agua que hacen lluvia; el periodo de gracia que se nos concede para jugar con todas las posibilidades del ser antes de, uno tras otro, agachar la cabeza y dedicarnos a la ingrata tarea de ser -de ser sólo- nosotros mismos... Ciudades-ficción, más susceptibles de propiciar esas bellas hipnosis colectivas que recorren nuestros años de formación (de ávido manoseo de identidades que vestirse); ciudades que dan cobijo a todo tipo de ficciones versus ciudades que sólo cuentan la misma, única, triste historia una y otra vez...
Ciudades que tras una rápida, inadvertida cuenta atrás de bomba de relojería, cierran su cúpula, clausurando todos los caminos -ilusorios o no- que un día parecieron conducir fuera de ellas; transformando a sus habitantes, antes seres de papel, tinta y sueños, en personas de carne y hueso...
El último hombre realista.
Ser experto en ficciones se cobra el paradójico precio de no creer, ya, en ninguna; de abocar a una vida solitaria en el grado cero de la ficción, perezoso o renuente a dejarse arrastrar de nuevo hacia una ficción u otra, desconfiando de todas ellas, preguntándose dónde lo han llevado a parar al cabo de tantos años, al cabo de tantas palabras bellas y mentirosas...
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