Viajar es una cuestión de invisibilidad. A los pocos días del viaje, el viajero desaparece; o acaso sea al revés, y sólo avanzado el viaje comparece el viajero, y es la persona (todo aquello en el viajero que no es función del viaje) lo que se vuelve invisible, irrelevante, guardándose en un rincón del equipaje hasta que, a la vuelta, sea útil (¿sea útil?) de nuevo...
(Curioso pensar en desempacar maletas, ya en casa, para encontrar casi con sorpresa viejas inseguridades, eternas insatisfacciones arrinconadas entre la ropa y los calcetines sucios, que, tras un preceptivo paso por la lavadora, uno podrá volver a vestirse -ropa e inseguridades- en el reluctante día a día que sucederá al viaje...)
Los primeros días en tierra ajena uno se sentirá anomalía campante, mancha oscura en una ciudad deslumbrante de albores, cabelleras rubias y ojos claros que lo interpelan a uno en un idioma ininteligible, casi alienígena... Entonces, la visibilidad de la que se huye (aquella que a uno le pesa en su lugar de origen, y que es causa profunda de todo viaje) se hará más evidente, y uno se cuestionará muy a su pesar su legitimidad como viajero, su razón de ser en el entramado de calles de nombres impronunciables a las que no le ata ningún recuerdo, mientras desfila entre majestuosos edificios señoriales sobre cuyas fachadas no puede proyectar, ya, la sombra de ningún conflicto conocido, el desgarro de un amor desafortunado...
Sólo el paso de los días, y esa manera insidiosa que tienen las ciudades de metérsete dentro, resolverá las cosas. Caminar una ciudad hasta la extenuación es una manera de ganarse su aquiescencia, de lograr un respeto mutuo de animales cansados, apaciguados tras la pugna... Escribir en una ciudad -escribir una ciudad-, parapetado del viento omnipresente tras los ventanales de un café (uno de tantos, ciudad de cafés por excelencia) es dejar que la ciudad escriba unas líneas en ti, te marque con palabras trazadas en la más indeleble de las tintas... Y así se obrará el milagro, y uno desaparecerá, aun para sí mismo, siendo felizmente sustituido por ese envoltorio vacío reflectante de lo ajeno, apenas vestidura y cansancio, que es el viajero y su sabiduría.
Demasiado tarde, en cualquier caso, pues poco después habrá que emprender la vuelta, y, pese a que durante unos días el truco de la invisibilidad seguirá funcionando -y uno sentirá estar y no estar, habitar un limbo benévolo desde el que mirar casi con curiosidad las calles de siempre- pronto la masa pegajosa de lo familiar se le adherirá a la piel arruinándole el camuflaje, volviéndolo, de nuevo, visible a los ojos de todos... Volviéndolo, de nuevo, uno mismo.
Viajar para aprender una vez más a dudar. Viajar para provocarse un desarraigo de juguete. Viajar para traerse de vuelta un conflicto con el que enrarecer la imperturbabilidad de los días demasiado tranquilos, sabidos de memoria...
Y ahora, y sobre todo, viajar para volverse (para volver) invisible.