domingo, 10 de abril de 2011

Fragmentos, 5


Buscando una imagen-refugio, una imagen-hueco en la que guarecerse de las tormentas que le descargan a uno por dentro estos días, reparo en una estampa añeja, barnizada en tonos sepia por la memoria, que de pronto se despoja del polvo de los años y crece vertiginosamente, succionándolo a uno hacia un pasado de nuevo tan vivo...

Pongamos que hablo del 90. El adolescente que pasa con su familia las vacaciones de verano en una localidad de la costa malagueña es aún un niño, carne ardiendo de futuro, pura expectativa desplegada imaginariamente en mil caminos posibles, manoseados en noches interminables conquistadas al sueño. Lo vemos, la noche de autos, en la puerta de un restaurante donde sus padres y hermana adormecen el hastío estival, un poco enfurruñado por la discusión que ha provocado al pretender quedarse en el apartamento de alquiler para ver el acontecimiento televisivo del año, la retransmisión de un concierto de una entonces emergente Madonna. Contrariado, el joven prefiere la calle y la soledad de la noche al interior sobreiluminado del bar-restaurante; rezongará de un lado a otro, sin hacer nada en particular ni alejarse demasiado, sólo manifestando en su lenguaje corporal -su desganado andar y desandar el mismo camino circular hacia ninguna parte- su absoluta y orgullosa disconformidad con el mundo... Sin embargo, algo en la noche a su alrededor, perfectamente anodina, le irá ganando poco a poco, atrayendo su atención crecientemente, hasta tenerlo del todo hipnotizado... No es nada concreto, y desde luego nada que pueda expresar con palabras con tan escasa edad y experiencia (su yo futuro, tras tantos años amasando el lenguaje, tampoco tendrá muy claro cómo describirlo); es, si acaso, una sensación vaga, inasible, una poesía sutil e indefinida flotando en el aire nocturno, enlenteciendo el ritmo de las cosas (los paseantes lentos en el aire cálido del verano), enseñando a la mirada a mirar de otra manera, a identificar otros matices, a ver lo invisible... Profetizando, quizá, tantas tristezas futuras, suavemente amortiguadas por una soledad que se empieza a reconocer condición esencial -y no mera vestidura estacional del adolescente-, y que proyecta su sombra alargada sobre los años por venir...

Uno querría entonces vivir eternamente en esa imagen, congelado en esa noche de verano, dedicado a rendir cuentas a ese joven triste que, en realidad, no ha andado tanto camino desde entonces (pero a quien, a veces, tanto cuesta sostenerle la mirada). Y recibir así una y otra vez el bautismo de ese momento fundacional, si es que en verdad hay sólo uno: el descubrimiento, consciente pero aún no adulto, de la fragilidad del yo frente a un mundo tan incomprensible como pleno de belleza...

2 comentarios:

  1. Una pena que esta entrada haya pasado tan desapercibida. Me parece buenísima.

    Por cierto, yo recuerdo también ese día, y me identifico bastante con el protagonista de tu entrada. En mi caso, una incipiente tendencia a la depresión empezaba a nublar la mirada.

    Ójala sólo hubiese sido melancolía. Habría sido una adolescencia menos difícil.

    Sigue así. Abrazos.

    ResponderEliminar
  2. Últimamente todas las entradas pasan desapercibidas, jeje... Ya prácticamente las escribo y las cuelgo para mí mismo. Me alegra que de todas formas de vez en cuando alguien más las lea y aprecie. Son mis "poemas en prosa" ;-)

    La experiencia que cuento es común a todas las personas de natural melancólico. Una especie de "rito de paso", el descubrimiento temprano de que militas en el otro lado de las cosas. Sin que sirva de excusa, explica bastante bien la trayectoria posterior. Y por eso, recordarlo ahora consuela.

    ResponderEliminar