
Un día me pregunté qué sucedía con los blogs abandonados (tras darme cuenta, por propia experiencia, de que la escritura de blogs suele tener una fecha de caducidad, aquella que el esfuerzo y la ilusión del autor, y la generosidad de los lectores, establezca en cada caso). Tuve en ese momento una de esas visiones "empequeñecedoras", siguiendo el tópico que establece que ante la contemplación del universo nos sentimos insignificantes; imaginé, así, todo un cosmos de blogs fenecidos que, a la manera del cinturón de basura espacial que abraza cada vez más estrechamente nuestro planeta, se mantuviera de alguna forma vivo en la periferia marginada del ciberespacio, en aquellos rincones oscuros, alejados de los banners coloridos y programas en Java autoejecutándose interminablemente, en los que ya nadie pone sus ojos, que ya nadie frecuenta en sus vagabundeos virtuales... Me fascinó la idea de que todos esos blogs, esos fragmentos de identidad lanzados al ciberespacio, estuvieran vivos en cierto modo, siquiera como recuerdo de lo que personas reales sintieron y quisieron compartir con el mundo en este o aquel momento; extendiendo la idea hacia el futuro, imaginé entonces que llegado un momento, dentro de pocas décadas, esos atisbos de subjetividades ya extintas, mementos de personas que hubieran abandonado ya la existencia física, llegaran a colapsar el no-tan-infinito ámbito del Ciberespacio, requiriendo de la creación de un cuerpo especializado de basureros virtuales que eliminaran selectivamente (en función de su interés, defínase éste como se defina) algunos (algunos cientos de miles) de esos restos de vidas pasadas... eligiendo así, en última instancia, quién permanecería vivo (siquiera en esa vida virtual e imperfecta) y quién, a todos los efectos, moriría.

Después vino la elección del escenario, y, siguiendo la lección del gran maestro del cyberpunk, William Gibson, elegí una de esas ciudades alejadas de los focos, a las que el futuro, si llega, lo hace ya gastado y polvoriento, como una cosa pasada de moda: mi adorada Montevideo, la ciudad de todas las tristezas (convertida además, por -brillante- sugerencia de un amigo, en capital de un país que ya ni siquiera existiría, un Uruguay anexionado por Argentina, desposeído de sí mismo, de su pequeña dignidad de país pequeño... ideal para el tono de este proyecto). Así pues, decidí ubicar en Montevideo a uno de esos basureros, uno que, como el Montag de
Fahrenheit 451, adquiere conciencia de lo
inhumano de su trabajo, la dimensión moral de acabar con todos esos fragmentos de vida que ya apenas tienen eco más allá de la ínfima cantidad de espacio virtual que ocupan, pero que son el último atisbo existente de personas que vivieron y sintieron. Con los fragmentos que salva, guardados celosamente en su propio espacio de disco duro, este basurero va componiendo a modo de monstruo de Frankenstein el semblante de la persona que él mismo se empeña en olvidar, en
matar en su recuerdo: la mujer que lo abandonó un día, que surge por todas partes, burlona y eterna, entre los resquicios de identidades ajenas rescatadas por la conciencia y el celo profesional de este demasiado sensible funcionario.

Y todo ello, en realidad, no sería más que la historia a fragmentos que escribe un hombre de nuestro tiempo, de nuestro mundo, para conjurar su propia sensación de pérdida ante el abandono inexplicado e insoslayable que acaba de sufrir por parte de la mujer que ama... Como tantas veces antes, como ha hecho toda su vida, combatirá la enorme sensación de vacío mediante la escritura, alumbrando todo un universo futuro consagrado al olvido pero que, a la postre, no hará sino recordarle aquello que querría eliminar del disco duro de su alma. Y descubrirá, así, que las heridas
reales, las de carne y hueso, no se pueden borrar simplemente pulsando un botón, o rompiendo en mil pedazos una hoja de papel...
Lástima que nunca escriba esta novela...