(Making of: en un pequeño restaurante de barrio portuense, irrumpiendo tímido en sus espacios siempre algo íntimos, poco propicios al turismo, y observando el calmo rezongar de camareros y cocineras, personal vetusto que diríase no ha salido nunca de esas cuatro paredes... Un viaje te puede llevar al ancho mundo, o asomarte a los espacios más estrechos entre los que puede transcurrir, dignamente, una vida)
Habitamos, este camarero y yo, un rincón muy pequeño del mundo, de la vida, de la experiencia. Como honrados hombres de antaño, trabajamos toda la vida en el mismo sitio, la vivimos de cabo a rabo en la misma ciudad, amamos siempre a la misma mujer (a condición, claro está, de que no se deje amar, de que permanezca siempre fuera de nuestro alcance -como lo está, intuyo o quiero intuir, la camarera a la que mira de reojo a cada poco). La vida parece a veces una de esas novelas de Antonio Soler ambientadas en los años 50, con su musa de barrio avejentada pero aún poderosa en el deseo de los demás (de los hombres que se han pasado media vida deseándola), su microcosmos duro y tosco pero confortable, acolchado de costumbres y rutinas casi inmemoriales, escenarios inmutables que crean hombres inmutables de los que todo se sabe, de los que ninguna sorpresa se puede esperar...
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