miércoles, 10 de noviembre de 2010

Vuelos de oficina


Todos los días: mirar el mundo desde los barrotes imaginarios (pero tan sólidos) del trabajo en la oficina; bruscas ascensiones en alas de la imaginación -entre cliente y cliente- hacia los cielos perdidos de la otredad que quedaron fuera de esos muros que lo encierran a uno siete horas cuarenta y cinco minutos al día. Luego, en casa, la libertad recuperada le diluirá el ansia de huida, dejándolo en un espacio empantanado de decisiones inalcanzables por falta de combustible emotivo, la ausencia de un enemigo con rostro contra el que alzarse en rebelión furibunda. Pero antes habrá sido posible desear ardientemente la libertad, como algo nunca experimentado; saborearla en pequeñas píldoras -entre llamada y llamada-, recuerdos coloreados de una violenta tonalidad emocional, auténticas abducciones hacia lo otro que consiguen, por un fugaz instante, el milagro de estar ahí (en cualquier otro sitio), de nuevo. El pensamiento paradójicamente dulce, en fin, de que nunca será posible la libertad: siempre estaremos encerrados por barrotes más o menos tangibles, planeando hermosas huidas hacia ninguna parte, en las que abolir el presente y liberarse de la cárcel del yo...

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