A las doce de la noche, la ciudad debe cambiar.
Suenan las campanadas, lentas, maliciosas. Retumban sobre calles prácticamente vacías, donde los escasos transeúntes apresuran el paso hacia sus hogares, con gestos que mezclan la recriminación por el descuido con un punto de diversión, casi de juego. Algunos coches han quedado retenidos en un atasco; sus conductores ya saben que deberán detener los motores y armarse de paciencia, oscurecer todas las lunas (más para no ver lo de fuera que para no ser vistos desde fuera) y disponerse a pasar una hora interminable incómodamente pertrechados en sus vehículos. Algunos aprovecharán para dormir una siesta improvisada, hasta que el puntual sonido de las bocinas, una hora después, los despierte con su clamar desabrido. Como compensación, serán los primeros ciudadanos en ver y desplazarse por la ciudad nueva (lo que originará no pocas dificultades a la hora de encontrar el camino de vuelta a sus casas). Como castigo, deberán pagar una pequeña multa municipal, ya cargada a sus matrículas, perfectamente identificadas por la tupida red de cámaras que acribillan de miradas indiscretas la ciudad oscura...
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