El viajero expansivo, progre, de aspiraciones moderadamente intelectuales, coleccionista ya no de fotografías (qué puerilidad), sino de experiencias... Me molesta su arrogancia, su pretenciosidad, su nada disimulado -herencia biológica- afán de conquista... Cree poseer la ciudad visitada, tras cuya rendición bajo su suela, polvorienta de tantos países, puede añadir tres o cuatro nombres al grueso directorio, profusamente ilustrado, que registra su estulticia internacional, su disparatado revoloteo de mosca sobre un atlas de colorines...
(En cambio, viajar con el rostro embozado, con la ropa indistinta; mezclarse al paso con las personas que habitan, que sufren la ciudad elegida (¿elegida?), procurando no entonar una sola nota discordante, no interrumpir el ensimismado ser y habitar de las gentes al paso... Hermanarse con ellas, calladamente hermanarse en lo común, en la condición de ciudadano, esto es, de víctima de la ciudad omnipresente, esa Ciudad Única que nos resume a todos, por cuyas calles desfilamos como sombras indiferentes e intercambiables, aquí y allá. Viajar, así, para rendir culto en otras latitudes a ese mito que resume al hombre de este tiempo, para el que existir es sinónimo de habitar, y cuya naturaleza es ya, irreversiblemente, la de un animal urbano.
Amén)