Todo viaje es un eterno caminar entre mujeres, mujeres de cuadro de museo y mujeres carnalmente reales, Alicias de una turbadora adolescencia y amores (o el fantasma de su posibilidad) dejados atrás, en la tierra de la que se proviene... Al iniciar el viaje, se solicitará sobre él el tutelaje de un demonio de insinuantes formas femeninas; como respuesta, unas pocas palabras en una pantalla, expresando miedo y deseo a un tiempo, podrán ser interpretadas convenientemente como una aquiescencia algo dubitativa, que un fatal error de conexión (igualmente conveniente) dejará como la última palabra al respecto. El viaje, así, no empezará -como se temía- cojo de uno de sus elementos esenciales, el de una presencia invisible pero poderosa con la que viajar, para no viajar solo, para invocarla en momentos de necesidad e impregnar con ella las calles ajenas...
Ya en el aeropuerto, el encuentro afortunado de un libro de un poeta uruguayo sólo servirá para avivar el fuego que, quizá irresponsablemente, se ha decidido encender. Después vendrá el episodio de la azafata que el deseo querrá emparentar a la mujer dejada atrás, episodio ya narrado. Luego, con una compañera de visita, conocida en uno de esos azares a los que tan propicios son los viajes, se jugará a imaginarse otro; otro que camine tras ella por los innumerables pasillos de una joyería de lujo, mirándola condescendiente ir golosa de vitrina en vitrina, su atractivo común y poco llamativo (pero suficiente para favorecer la fantasía), su pelo rubio y liso tan susceptible de ser acariciado, su encantadora manera de vacilar frente a las joyas, como esperando que uno, entonces, la abrazara desde atrás y le susurrara al oído "elige la que quieras"... Océanos de tiempo en común (con ella, con cualquier otra) lo separarán a uno de esa escena; y a la vez, también, sólo una frágil lámina...
Luego vendrá el episodio central de la visita a la ciudad balneario, también ya narrado. A la vuelta al hotel, uno se acogerá a lo que ella, antes de la partida, le confesó, a su temor y a su deseo de verse escrita en palabras de él; entonces, se le dedicarán las palabras de amor más desgarradas y audaces, en una carta escrita para no ser enviada nunca, que el pudor impide reproducir aquí. Algo de todo ello, al fin, se le desbordará más allá de toda contención, impregnando el mensaje que, en un día propicio a las nostalgias, le envíe a la mujer. Proseguirá el arrepentimiento, la vergüenza, el miedo a las consecuencias, la llamada al orden, a volver al perfil habitual de persona razonable, capaz de reprimir o silenciar sus sentimientos; capaz, también, de cuestionarlos, de preguntarse si no serán otra cosa que espejismos invocados por el viaje...
Con todo ello llenándole el equipaje de
angustia, uno desfilará, primero, como todos los días, entre multitud de eslavas de belleza estremecedora, gesto implacable y taconeo firme sobre el suelo helado en el que uno mismo no hace otra cosa que resbalar; después, entre las mujeres altivas e imposiblemente bellas de Mucha, descubriendo en ellas una sensualidad que lo sorprenderá gratamente, que en ocasiones le permitirá olvidarse de sus cuitas, en otras lo tendrá atareado jugando, una vez más, a buscar las similitudes con la mujer (de pronto) amada. Después, en un día cargado de actividades, acudirá a una sesión de teatro negro, en la que, maravillado por las exquisiteces de esta modalidad checa, conseguirá de nuevo dejar a un lado sus tribulaciones amorosas; hasta que, en un inesperado giro, la obra le muestre los encantos velados de una Alicia crecida y enfrentada a una adultez incipiente, y el igualmente exquisito erotismo de la escena le oprima el corazón de anhelos...
Entonces, en un intermedio de la función, él podrá comprobar que tiene una respuesta de ella en su teléfono móvil. Todavía tardará unos segundos en leerla, paralizado por el miedo... Al fin, la naturalidad de las palabras de ella, su agradecimiento y su cariño, despejarán de un plumazo las sombras acumuladas durante toda la jornada, y él se verá convertido, siquiera por unos momentos, en la persona más (modestamente) feliz en toda la ciudad...
Ya en el aeropuerto, el encuentro afortunado de un libro de un poeta uruguayo sólo servirá para avivar el fuego que, quizá irresponsablemente, se ha decidido encender. Después vendrá el episodio de la azafata que el deseo querrá emparentar a la mujer dejada atrás, episodio ya narrado. Luego, con una compañera de visita, conocida en uno de esos azares a los que tan propicios son los viajes, se jugará a imaginarse otro; otro que camine tras ella por los innumerables pasillos de una joyería de lujo, mirándola condescendiente ir golosa de vitrina en vitrina, su atractivo común y poco llamativo (pero suficiente para favorecer la fantasía), su pelo rubio y liso tan susceptible de ser acariciado, su encantadora manera de vacilar frente a las joyas, como esperando que uno, entonces, la abrazara desde atrás y le susurrara al oído "elige la que quieras"... Océanos de tiempo en común (con ella, con cualquier otra) lo separarán a uno de esa escena; y a la vez, también, sólo una frágil lámina...
Luego vendrá el episodio central de la visita a la ciudad balneario, también ya narrado. A la vuelta al hotel, uno se acogerá a lo que ella, antes de la partida, le confesó, a su temor y a su deseo de verse escrita en palabras de él; entonces, se le dedicarán las palabras de amor más desgarradas y audaces, en una carta escrita para no ser enviada nunca, que el pudor impide reproducir aquí. Algo de todo ello, al fin, se le desbordará más allá de toda contención, impregnando el mensaje que, en un día propicio a las nostalgias, le envíe a la mujer. Proseguirá el arrepentimiento, la vergüenza, el miedo a las consecuencias, la llamada al orden, a volver al perfil habitual de persona razonable, capaz de reprimir o silenciar sus sentimientos; capaz, también, de cuestionarlos, de preguntarse si no serán otra cosa que espejismos invocados por el viaje...
Con todo ello llenándole el equipaje de
angustia, uno desfilará, primero, como todos los días, entre multitud de eslavas de belleza estremecedora, gesto implacable y taconeo firme sobre el suelo helado en el que uno mismo no hace otra cosa que resbalar; después, entre las mujeres altivas e imposiblemente bellas de Mucha, descubriendo en ellas una sensualidad que lo sorprenderá gratamente, que en ocasiones le permitirá olvidarse de sus cuitas, en otras lo tendrá atareado jugando, una vez más, a buscar las similitudes con la mujer (de pronto) amada. Después, en un día cargado de actividades, acudirá a una sesión de teatro negro, en la que, maravillado por las exquisiteces de esta modalidad checa, conseguirá de nuevo dejar a un lado sus tribulaciones amorosas; hasta que, en un inesperado giro, la obra le muestre los encantos velados de una Alicia crecida y enfrentada a una adultez incipiente, y el igualmente exquisito erotismo de la escena le oprima el corazón de anhelos...
Entonces, en un intermedio de la función, él podrá comprobar que tiene una respuesta de ella en su teléfono móvil. Todavía tardará unos segundos en leerla, paralizado por el miedo... Al fin, la naturalidad de las palabras de ella, su agradecimiento y su cariño, despejarán de un plumazo las sombras acumuladas durante toda la jornada, y él se verá convertido, siquiera por unos momentos, en la persona más (modestamente) feliz en toda la ciudad...
No importa lo que no ha sido si es, mágicamente, invocado por la palabra.
ResponderEliminarHa sido un placer entrar en tus espacios virtuales.
Seguiré por aquí.
Encantadísimo de recibir tan noble visita, Gela. Puedes (y debes) seguir hurgando en mis higadillos virtuales.
ResponderEliminarUn beso.
P.D.: Y qué importa la realidad...
Cualquier viaje se carga de tensión sexual. Al alejarnos de la madriguera las pulsiones eróticas se libran del bozal. No hay noches como las noches de hotel, escuchando los ruidos de una ciudad ajena, amortiguada la oscuridad por sus luces, rodeados por una perfecta tormenta de sábanas.
ResponderEliminarQuerido Julio, he hecho un recorrido por tus últimas entradas y sólo puedo decirte que me han parecido impresionantes. Creo que durante unos días has sido capaz de fusionar literatura y vida. No sólo has mirado a tu alrededor con ojos de escritor; has convertido el viaje en pura poseía rebosante de romanticismo y sensualidad. ¿Quién dijo que eras un narrador? Yo veo auténtica vocación poética en este blog...
ResponderEliminarMe alegro mucho de que estés viviendo estas experiencias y de que seas capaz de expresarlas tan bellamente. Tenemos que compartir otro viaje en el que todos estemos en la misma onda. Aunque quizás sólo cuando se viaja solo se puede escribir de esta forma...
Gracias, Javi, y estoy de acuerdo: estas experiencias sólo se viven cuando se viaja solo. Por eso nuestro viaje de este verano a Inglaterra se me quedó un poco cojo; no conseguí fabricarme ningún momento en que pudiera despegar la mirada de lo inmediato (de la narración consensuada del viaje) para iniciar el vuelo de mi viaje interior. Creo que el alma, en ese sentido, me pide al menos un viaje en solitario al año. Si además sale tan bien como éste, te da "alimento" para unos cuantos meses...
ResponderEliminar:)
ResponderEliminarConozco la versión más prosaica de esta historia. Esta la complementa, aunque la una no necesita a la otra.
ResponderEliminar(Ambas me encantan)