miércoles, 22 de diciembre de 2010

Otoño, 3

La lluvia también tiene una cualidad de infancia: “de crío nunca llevaba paraguas, era impensable; para nosotros, la alegre y semi-salvaje ralea de los niños, los paraguas eran trastos absurdos e inútiles, venidos del mundo incomprensible de los adultos, porque ¿quién no iba a querer mojarse bajo la lluvia, saltar en los charcos, o simplemente sentir el agua en el rostro, cayendo en largos regueros como lágrimas felices? Volvíamos siempre a casa empapados y radiantes, con una sonrisa traviesa que permanecía aún mientras nuestras madres, tras poner el grito en el cielo, nos instaban a cambiarnos de ropa, frotándonos enérgicamente el cabello despeinado y chorreante..."

Como adultos, sin embargo, evitamos la lluvia como si fuera ácido, le hurtamos hasta el último centímetro de piel, la vigilamos ceñudos desde los partes meteorológicos. Sobre todo, nos molesta que nos sorprenda en mitad de la calle habiéndonos dejado el paraguas en casa, porque es un evidente e imperdonable acto de imprevisión, que añadir a la larga lista de agravios -propios sobre todo- con los que fustigarnos diariamente, en esa lenta labor de demolición en la que andamos oscuramente empeñados. Y sin embargo, cuando ponemos una ventana de por medio entre la lluvia y nosotros -la ventana moteada de gotitas de nuestra casa, o el amplio ventanal de una cafetería contra el que sostener una taza humeante en la mano- la lluvia, como una mujer madura, nos revela sus otros encantos; el dulce aprendizaje de la melancolía, al que empeñar tantas cosas preciosas y aún no perdidas...

2 comentarios:

  1. Qué grande. La lluvia como equivalente del sentido de la maravilla, que igualmente se va perdiendo con la edad. La metáfora de la mujer madura también me ha conquistado.

    Besides, confieso que últimamente vivo sin paraguas y hasta me vanaglorio de ello ante mis compañeros de trabajo, acaso como muestra de rebeldía, de infancia recuperada.

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  2. Pues yo debo confesar que no fui precisamente uno de esos niños retozones que saltaban de charco en charco como describo en la entrada, sino más bien un niño triste y apocado que, ante su nula habilidad para sostener un paraguas erguido (la coordinación psicomotriz nunca fue lo mío), iba siempre embozado por una capucha tras la cual observaba el mundo tan grande, tan misterioso... Habría que rastrear por tanto el aprendizaje de la melancolía en esos primeros días de lluvia de la infancia. En cuanto a los encantos "adultos" de la lluvia, espero haber evitado tanto tópico al respecto...

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