lunes, 13 de diciembre de 2010

Huérfano (Viajar, 11)


Llega un momento en todo viaje -curioso pensar, ya de vuelta- en que la suave música de lo ajeno que lo envuelve a uno va dejando sonar sus últimas, lánguidas notas... Con renuencia se va despidiendo uno de los escenarios que han sido suyos unos días, por los que ha caminado con paso inusualmente firme (salvando los continuos resbalones sobre el hielo), seguro de saber siempre dónde iba, o saliendo al encuentro azaroso de afortunados descubrimientos tocados con la gracia de lo inesperado, revestidos de la esquiva cualidad de lo correcto. Por encima de todo, uno siente desprendérsele alma abajo los ropajes de su yo viajero, esa versión mejorada de uno mismo, hecha de -mala- literatura y sueños incumplidos (¿no son ambas cosas lo mismo?), que lo espera en cualquier estación o aeropuerto para acompañarle unas jornadas felices, para vestirlo de aquel que siempre quiso ser... Es el viaje, ese simulacro de juguete de la realidad, ese tablero de juego sobre el que mover una ficha que siempre, inevitablemente, ganará la partida.

La nostalgia emborrona ahora, para este curioso pensador, el recuerdo de esos últimos momentos, que transcurrieron serenos, sin reproches, con el alma rebosándole ebria de nuevas estampas en las que imaginarse, a la vuelta, cuando la realidad se hiciera asfixiante; con la certeza, también, de que más días allá sólo conseguirían desvanecerlo, darle a uno la consistencia etérea de un fantasma... Hay un límite al tiempo que se puede ser turista, turista de uno mismo; la ciudad ajena puede acogerlo unos días y brindársele insinuante y prometedora, ofreciéndole el dulce elixir del olvido (o del recuerdo distorsionado por el deseo, lo que viene a ser lo mismo); permitiéndole, por ejemplo, proyectar sobre sus muros las sombras chinescas de un amor en la distancia... Pero, llegado un momento, los pies cansados reconocerán estar caminando sin rumbo, y pronto uno oirá la voz de la ciudad susurrándole suave, amablemente que no es uno de sus hijos, y reconviniéndole a buscar de nuevo, tras unos días de dulce y necesaria rebeldía, el abrazo de su auténtica madre...

¿Ha sido un abrazo?, indaga curioso este pensador, recordando que, desde la vuelta, cada vez que el cansancio le rinde, no hace otra cosa que soñarse en ciudades ajenas... Y no le queda otra opción que reconocer que estos días anda raro, desganado, atisbando en la distancia fragmentos de sí mismo que no tiene prisa en recomponer en una figura definida, prefiriendo en cambio el vagar ensimismado en torno a tres o cuatro costumbres lo bastante difusas como para permitirlo no ser -no aún- nadie... La complejidad de todo a su vuelta, acabado el simulacro de juguete, lo tiene familiarmente paralizado, y donde debería tratar de extrapolar el paso firme de su avatar en el juego -ese yo mejorado al que ya extraña ardientemente- se decanta en cambio por la indecisión imagen de marca que caracteriza a su yo de siempre...

Pero, eso sí, puede decir que ha recibido un abrazo; el que ella le dio cuando él le entregó su regalo -una rosa de hierro para otra rosa de hierro-, y que aún, pese al paso de los días, lleva marcado a fuego en el alma...

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