martes, 14 de diciembre de 2010

Fragmentos, 4


De crío, pongamos que en el ochentaypocos. De nuevo, viendo la tele con mi padre, en el salón de nuestra antigua casa (debía de ser invierno, casi navidad, porque como tantas familias de aquellos tiempos, educadas en el cultivo de lo frugal, hacíamos vida en la salita, reservando el salón para épocas especiales). En la tele, un programa inane, propio de la blanca televisión de aquellos años, en la que nunca se decía una palabra más alta que otra (eso sí: los contertulios fumaban como carreteros, hasta hacer difícil distinguir sus rostros velados por el humo en la poco nítida imagen de entonces, y de vez en cuando algún poeta y dramaturgo alcoholizado -como poco- montaba un numerito milenarista frente a la no-tan-atónita mirada de sus compañeros de gremio).

El programa en cuestión transcurría (apacible, soporíferamente) en una especie de plaza mayor de cartón-piedra, con kiosko de música encalado de blanco (aunque esto quizá sea un añadido de la imaginación) y bancos donde el presentador, a veces, se sentaba para hablar con tal o cual ciudadano más o menos anónimo. El título del programa, no me pidan imposibles, se me ha desvanecido por completo con el paso de los años, como si nunca hubiera existido. Quizá, en realidad, no existió para nadie más que aquel niño que ahora recuerda.

Aquel día el presentador entrevistaba a un tipo joven, representante de esa juventud barbada que poblaba a golpe de pancarta las calles de este país en los primeros años de la democracia. De hecho, su único mérito, el motivo de ser entrevistado, parecía ser su pertenencia a esa nueva generación, recién salida de las tinieblas del franquismo, que encarnaba los anhelos y las esperanzas de un país que se sentía renacer, que encaraba optimista el futuro. Recuerdo que me fijé (seguramente, gracias a algún rótulo sobreexpuesto a la imagen) en su edad: 25 años. Y pensé entonces, desde la cortedad de mi propia experiencia, que todo lo sobredimensionaba, que cuando llegara a esa edad aún tan lejana habría conseguido todo aquello que me propusiera, que de hecho había empezado a proponerme; sería un adulto, hecho y derecho, la plasmación definitiva de todo lo que empezaba a atisbar, aún sin prisa, en el horizonte de mi vida...

Tengo 36 años. Y aún no sé muy bien de qué va esto de vivir...

4 comentarios:

  1. Recuerdo un ejercicio similar de proyección en el tiempo que realizaba de pequeño, supongo que también en los ochenta: calculaba la edad que tendría cuando llegáramos al misterioso año 2000, y se me antojaban tan lejanos esa fecha y la edad correspondiente (24 años) que sencillamente me resultaba imposible imaginarme tan mayor.
    Y sin embargo, aquí estamos 10 años más allá, con treinta y tantos, un poco a la deriva, un poco cansados de no ser nadie.
    Gran entrada.

    ResponderEliminar
  2. Pues yo he decidido ser inmortal. Y por ahora, vamos bien.

    ResponderEliminar
  3. Eso, Jose, parece casi una greguería... Por cierto, deliciosa. La suscribo absolutamente (de momento ;-)

    Agustín, cansados de no ser nadie, cansados de estar muertos (como diría el otro)... Qué fácil parecía todo en aquella lejana orilla del tiempo. Desde luego, nos pasamos la vida intentando volver a Ítaca...

    ResponderEliminar
  4. Gran entrada. A veces pienso que mis padres me educaron para ser uno de esos jóvenes barbudos progresistas de comienzos de la democracia. Pero claro, ellos no contaban con el turbocapitalismo, internet, la postmodernidad... Todos ese cambio socio-político-económico que ha hecho que nuestra generación permanezca en una perpetua espera de ese algo que nunca termina de llegar.

    Espero no haberlos decepcionado demasiado. Al menos fumo en pipa :D

    ResponderEliminar