miércoles, 13 de octubre de 2010

Libro negro de la Ciudad, 7

En la calle, escuchando las conversaciones al paso, piensa que la gente aún comete el error de perseguir este o aquel destino; como si algún destino fuera alcanzable, como si el mero hecho de alcanzarlo no lo hiciera al instante desmerecedor de tan alta palabra, que no tardaría en desprendérsele como un falso baño de oro, dejando visible el cuerpo de latón. Unos y otros, sin embargo, hablan con mortal seriedad de todo tipo de cuitas, ventilan asuntos de mayor y menor calado, ocupaciones, distracciones y aburrimientos varios que toman en sus voces las más diversas formas. En ocasiones casi puede ver todo ese material sensible formando una nube etérea sobre los viandantes con los que se cruza; en tiempos mejores solía soñarse a sí mismo meteorólogo de ese tiempo siempre cambiante, capaz de predecir dónde descargarían las peores tormentas y dónde se abrirían, inesperadamente, radiantes claros de sol. Ahora, las conversaciones al paso sólo le producen una sorda molestia, y cree entender la razón: cada persona a la que escucha unas palabras fugaces parece inusitadamente segura de saber quién es, cuál es su papel en la ciudad; todos recitan sus frases impecablemente, como actores concienzudos que llevaran toda la vida interpretando al mismo personaje... Al contrario que él, que tiene que tomarse unos segundos antes de responder incluso cuando, en medio de cualquier gestión burocrática, un funcionario municipal le pregunta su nombre. Quizá por eso ha acabado por despreciarlos a todos, por considerarlos meros ignorantes (sólo es ignorante aquel que no duda), niños apenas frente a su conocimiento extenso, su desconocimiento absoluto de la idiosincrasia de la vida. Para qué buscais un destino, piensa y calla al paso de las conversaciones ajenas; para qué, si vuestro destino, acaso no lo veis, es la Ciudad.

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